El
alcohol en mi sangre ya me estaba provocando una severa jaqueca. Había bebido
demasiado y por razones inconclusas sabía que no podía partir a la carretera y
viajar hasta mi paradero final. Intenté levantarme de la banquilla que estaba
junto a la barra del bar, pero no tenía estabilidad. Cuando traté de
incorporarme, la mesera me tomó de un brazo y me habló.
-¿Se
encuentra bien?-me preguntó, de manera ingenua.
No
le contesté, no podía hablar, todo me daba vueltas era como si la tierra
estuviere girando sobre mi cabeza. Las náuseas incrementaban y nada podía hacer
para pasar aquella borrachera. Sólo me dispuse a pedir una habitación en el
hotel contiguo al bar en el que me hallaba.
Quité
la mano de la mesera con desprecio y esto la hizo sentir mal, pero era algo
necesario dado que imposibilitaba mi transitar hacia las afueras de aquel bar
de mala muerte. Sabía que debía entregar la carga en tiempo, pero aún me
faltaban dos días.
Por
razones que desconozco por completo, tenía alucinaciones en el trayecto hacía
el hotel. Veía un perro maltratado y negro, lleno de parásitos exteriores
devorando su marchito rostro. Pero lo más extraño era que me miraba fijo y con
odio, como indicándome que no era bien recibido en aquel pueblo del averno.
Mis
años como camionero de largas distancias me habían dado mucha experiencia en
los viajes. Era consiente que este tipo de apariciones, se producían por el
estrés y el alcohol o las drogas, pero aquel perro putrefacto era diferente a
cualquier visión que hubiese tenido jamás. Esta era la primera vez en mi vida
que me había visto un espectro de tal magnitud, siempre escuchaba historias de
los más ancianos, sobre perros negros que se postraban ante los viajeros para traer aires
ominosos cargados de horribles desgracias. Pero en aquellos momentos, pese a
haber tenido esas vagas visiones, me consideraba un escéptico en cuanto a los
malos augurios.
No
recuerdo casi nada de aquella noche después de haber salido del bar. Sólo
desperté al día siguiente con un ligero dolor de cabeza. Decidí que el tiempo
era oro y me lavé presurosamente el rostro, luego tomé un poco de café, me
cambié y me dispuse a retomar el viaje por las carreteras. Mi paradero final
era la Lanter Fhin una vieja ciudad
marítima que exportaba todo tipo de cosas al resto del país.
Cuando salí de mi habitación bajé por unas escaleras que por intuición
seguramente me llevarían a la salida. Acertando con mis pasos, bajé y encontré
al recepcionista me acerqué hasta él y decidí pagarle la noche en aquel hotel.
-¿Cuánto le debo señor?-le pregunté.
-¿Durmió bien?
El
recepcionista era un hombre regordete, con bigotes largos como si fuese un varón de siglos pasados. Su pelo era gris
y su rostro no mostraba tantos maltratos como sus manos, que parecían ser las
de un obrero. Con un tono de voz chirriante y un carisma mediocre se preocupó
por mí en varias ocasiones, pero siempre tenía un tono pícaro en su rostro.
-Sí-le contesté.
-Me
parecía…
-Gracias por preguntar.
-De
nada señor. Sólo me debe diez billetes.
-Me
parece perfecto. Aquí tiene algo de cambio.
-Vaya-me miró detenidamente-Un buen samaritano, primera vez que veo
alguien con cambio por aquí.
-¿En
serio?-le pregunté como un tarumba.
El recepcionista
obeso lanzó una carcajada y me contestó.
-Claro que no. Sólo bromeo.
Lo
miré como indicándole que era un idiota y me marché. Pero cuando estaba a punto
de abrir la puerta que me secuestraría de aquel maldito lugar el gordo me habló
asustado.
-¡Espere!
Volteé
para ver que quería.
-¿Qué
sucede?
-¿Hacia
dónde se dirige?-me preguntó.
-Creo
que eso no le importa.
-Espera, sólo quiero ayudar…
-¿Ayudar?-repliqué.
-Sí.
No sabe nada de la ruta por la cual se dirige…
-No.
-Es
un sitio maldito señor. Yo le aconsejaría que desvíe por Han Prislam y luego se dirija por la recta hasta Lanter
Fhin.
-¿Cómo sabes que me dirijo hasta Lanter
Fhin?-le pregunté atónito.
Me
miró nuevamente y esta vez lanzó otra carcajada, pero más grotesca y
prolongada. Ahora el miedo ya estaba recorriendo mi cuerpo, aquel gordo inmundo
de bigotes anticuarios no era alguien trivial y escondía algo terrible, pero
jugaba con mi persona y lo demostraba a leguas.
Me
retiré rápidamente de aquel sitio y llegué hasta el estacionamiento de forma
normal, como si nada hubiese sucedido. Una vez allí me subí al camión, lo puse
en marcha y comencé con mi viaje-o más
bien con mi trabajo-.
Salí de mañana y casi sin darme cuenta ya era de noche. A medida que
viajaba por la desolada carretera, recordaba las cosas que me había dicho el
extraño viejo gordo del hotel. Los concejos de que me desviase y la ruta
maldita de la que hablaba. En muchas ocasiones no le creería a un extraño que
pareciera tener desórdenes mentales, pero este horrendo hombre me había llegado
al subconsciente y parecía ser que un escalofrió recorría mi cuello. El sólo
hecho de pensar que aquel sitio por el cual transitaba estuviese lleno de
iniquidad era aterrador.
Vagué durante horas y la madrugada ya era un hecho. Aún me faltaban 180 km para llegar hasta mi destino.
Pero por jugadas misteriosas del existir vi un cartel que decía, desvío por Han Prislam, este era el sitio que había
dicho el gordo del hotel. Mi mente me advertía constantemente que no tomase
aquel atajo, puesto que esto era alguna trampa de aquel viejo extraño y de
proporciones ominosas.
Seguí
férreamente por la ruta que yo había elegido y cuando quise darme cuenta
comencé a virar por una extensa curva. A medida que la seguía, podía notar como
poco a poco estaba a punto de aunarme a una recta, pero cuando la curva estaba
dando su fin un enorme perro de color negro como la misma noche de aquel día,
se cruzó por la ruta. En animal transitó de lado a lado a una distancia lejana,
por suerte no causó un accidente en ese instante. Pero cuando pasé por su lado
con mi camión me miró fijamente con sus ojos blancos y extraños, y con aspecto
deteriorado, podría jurar que aquel perro era el mismo que había visto en mis
alucinaciones pasadas.
Tan
sólo hice unos metros más y tuve un terrible accidente en la carretera. Volqué
y mi carga se perdió. Me echaron de mi
trabajo y además quedé inválido. Ahora me dedico a vender revistas en la calle,
no gano demasiado dinero pero al menos me lo gano, no pido limosna ni nada por
el estilo. En las gélidas noches de invierno, como la que se llevó mis piernas
en aquel accidente, recuerdo al viejo gordo de bigotes, riéndose de mí por no
hacer caso a sus malos augurios.
Ahora soy consciente de que las cosas malas existen y que las
advertencias también, y que no se deben tomar a la ligera. Puesto que nos
pueden costar alguna parte de nosotros o hasta la misma vida.
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