La lluvia efectuaba un complot con el gélido viento invernal, para avizorar a toda la hermosa ciudad en la que yo vivía. Era ya de noche, los nubarrones portadores de tormentas extremas para la condición humana, daban a conocer su reinado en el mundo.
Me encontraba en mi radiante hogar repleto de muebles suntuosos e inundado en cuadros de artes pasados que siguieron su trascendencia para llegar al mundo actual.
Trataba de captar algo en la caja boba, pero no podía conseguirlo. Estaba casi por dormirme, pero aún, tratando de luchar contra los demonios del ensueño que se aliaban entre sí, para desterrarme del vivir cotidiano y llevarme a los mundos oníricos.
Cuando mis dos fieles ojos color negro como las mismas sombras, estaban a punto de cerrarse por causa del sueño abrumador que estaba consumiendo mi alma, escuché un ruido de dolor.
Al parecer este ruido punzante provenía de las afueras de mi caserón, y por lo que mis oídos captadores de sonidos delirantes me decían en todos los idiomas conocidos por el hombre, el dueño de tal quejido era una animal, para ser más exacto era un can.
Por razones que aún desconozco, me dirigí hacia la puerta de enfrente para dar con el pobre animal; que se quejaba como si lo estuviesen torturando demonios provenientes del octavo círculo del infierno.
Ya estando frente a la puerta que daba hacia las afueras, tomé la manija e hice el movimiento exacto para poder salir hacia los exteriores, con el fin de conocer al perro que tanto se quejaba del dolor eterno que seguramente sentía.
Una vez estaba fuera de mi caserón, dueño de la protuberancia en toda la manzana, no pude dar con el perro que demostraba al mundo los gritos más desgarradores para la audición humana.
Sin saber qué hacer, al no sentir ningún tipo de sonido agónico efectuado por el ser de la decadencia, me puse en carrera para dirigirme nuevamente hacia el corazón de mi hogar. Pero cuando tan sólo di la vuelta para enfilar hasta mi objetivo, sentí nuevamente el grito doloroso del animal desamparado.
Esta vez pude encontrar al animal, y me dirigí rápidamente hacia su posición. El pobre animalito estaba cerca de un árbol ciclópeo que gobernaba en los jardines de mi hogar, y que demostraba a leguas sus años vividos en el mundo mortal.
El perro estaba orinándose en su lugar, sentado con el rabo vergonzoso escondido entre sus dos piernas de animal diminuto. Yo, en acto de humanidad me puse en el trámite de ayuda y en la piel de un ecologista al intentar ayudar al pobre mamífero adolorido por un sinfín de razones propias de un animal desahuciado.
Pero cuando quise socorrer al indefenso canino éste huyó con una velocidad tan extrema que hasta su alma dejó en aquel árbol vetusto.
Estaba atónito ante tal situación por el desprecio que tenía el perro hacia mi persona, y decidí seguirlo como un cazador sádico e inundado en sed de sangre incontrolable.
El perro se escondió tras uno de los tantos parapetos del jardín delantero, cerca al depósito de herramientas del jardinero. Y yo, aún con ganas arrasadoras de inconsciencia humana me acerqué hasta su posición para ayudarlo. Pero mientras más lo hacía, más se quejaba. Era como si el animal estuviese viendo al mismo señor de las tinieblas o peor aún al demonio quitador de vidas;-a la famosa parca-.
En tales momentos me sentía culpable, por algo que jamás había hecho. Mi pasmo era seriamente notable, el sudor formaba caudales en mi cuerpo y mi alma sentía su tortura de la mejor manera. Todo por los gritos de dolor del maldito animal que en un principio quise ayudar y que en momentos limítales quise desterrar de la faz del universo, creado por algún dios que nunca dio a conocer su cara a los mortales.
El can seguía gritando por mi presencia, no paraba, sólo tenía el plan de atormentarme con sus sonidos tan dolorosos para un humano digno de llamarlo como tal.
En un acto de sensaciones salvajes decidí acabar con la vida de aquel ser; que sin tener un título de naturalista podía decir que era un cachorro.
Enfilé hacia el depósito del jardinero para tomar alguna herramienta con la que pudiera dar fin a la penosa vida del animal. Una vez que encontré el arma perfecta (un hacha) movilicé nuevamente mi cuerpo para encontrar al perro que demostraba su sigilo tras una pared encubridora de seres vivos.
Pero cuando llegué hasta la posición del can, no pude encontrarlo. Miré hacia el portón principal y noté como el perro huía reacio a los problemas del mundo cotidiano y aliviado por no tener que compartir ni un segundo de tiempo junto a mi persona.
Ya con mi cólera de muerte apaciguada por la ausencia del animal adolorido, que en tiempos pasados causó tanto deterioro en mi pobre alma de hombre solitario, volví al sofá para seguir con mi trabajo de lucha contra los mundos de ensueño y de búsqueda en la televisión.
Pero hubo algo en mi cuerpo que me causaba un extraño dolor, era como si mi tórax estuviese rebalsado en ríos de magma. El calor que sentía en tales momentos daba a entender a mi alma que me encontraba a distancias no tan lejanas del infierno.
Me dirigí al baño para lavar mi deteriorado rostro careciente de caricias femeninas. Una vez terminé mi trabajo sanitario, por razones demoniacas me miré en el espejo. Y fue en aquellos momentos que todo se desmoronó, y que mi alma ya no necesitaba más de su móvil. Puesto que había pasado a otro lugar más propicio y fúnebre.
Mi rostro parecía estar estrujado por un cíclope con fuerzas desgarradoras, los pómulos estaban sobresalientes, las ojeras teñían mi piel y mi anatomía humana ya no era la de carne, piel y huesos; sólo era la de huesos y cutis. Era como si me hubiese convertido en un esqueleto andante con vida mortal.
En tales momentos no comprendía tal situación tan decadente para un humano trivial. Lo único que avanzaba por los largos senderos de mi mente era dormir lo que más pudiese, para reconstituirme y así poder recobrar mi rostro pasado.
Pero cuando abrí la puerta que me mostraría mi titánico cuarto, pude avistar lo más vacio para mi alma y los más trágico para mi tan completa carrera como mortal.
Era mi cuerpo, estaba tendido en la cama de sabanas blancas que se habían tornado color bermellón por la sangre seca que en el pasado fluyó por mis venas. Y al lado de mi cuerpo careciente de belleza, se podía ver el cuchillo que había actuado en el papel de causar la muerte a un ser vivo.
Cada día, mi deterioro me iba consumiendo como lo hacen las llamas en la materia. Cada día mi rostro se tornaba más y más fúnebre. Y siempre mi esqueleto daba un paso más para mostrar su comandancia en mi cuerpo fétido y agazapado por los hedores propios de un ser sin vida.
En cuanto al pobre animal que alguna vez quise matar, me di cuenta porque me temía tanto, me di cuenta de lo que yo era realmente. Pero en la actualidad, es mi mejor amigo. Ya que la calle que se hallaba frente a mi casa era muy transitada por automóviles;-seguramente el pobre animal no se percató de esto-.
Ahora, los dos vagamos por espacios impropios de la vida y él ya no me teme, sólo me mira perdido y a la vez con rumbo, como dándome esperanzas de que alguna vez volveremos a nacer. Y volveremos a inundar nuestras almas con el júbilo de estar vivos.
El can por Damian Fryderup se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-SinDerivadas 3.0 Unported.
Basada en una obra en almascondenadas-df.blogspot.com.
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