Era pleno invierno y me dirigía por caminos rebalsados en nieve, que me conducirían a casa. Mi fiel y deteriorado coche, el cual usaba para todos los recados de mi esposa y para trabajar,-me movilizaba, impetuosamente-.
Mi hogar se encontraba a tan sólo 2 km de mi ubicación. Me había dirigido al pueblo más cercano, para comprar unos víveres que me había encargado mi cónyuge, -cosas que necesitábamos con mucha prisa- porque con la tormenta de nieve que arrasaba los aires puros de la zona, la gente desbarataría todas las tiendas en busca de provisiones.
Pero por esas jugadas injustas del destino, mi maldito cacharro se paró por un altercado en el motor. Dado que no lo revisaba hace dos años; un descuido de mi parte que me había costado bastante caro.
Bajé del coche para dármelas de mecánico, mientras las oleadas de copos de nieve gruesa, (que exagerando la situación, parecían bolas de golf por su tamaño) azotaban contra mi cuerpo; al parecer las ventiscas se habían encariñado con mi rostro porque ahí era donde más atacaban.
Sin saber qué hacer ante tal situación, me irrité demasiado. Pero cuando todo estaba tan turbio, pude avistar una casa por las cercanías; seguramente su dueño era un buen samaritano y me ayudaría con mi problema.
Dejé mi injusto automóvil en aquel camino a la deriva, -con el seguro activado- para emprender viaje a pie hasta la solitaria casucha -que por cierto- estaba situada en una colina careciente de un camino transitable. Este rancho apenas se distinguía en las lejanías, puesto que las ventiscas que hacían unos brutales movimientos de vaivén, imposibilitaban al ojo humano ver con claridad cualquier cosa que se encontrase en el horizonte.
Tras caminar con mis piernas temblorosas y muy agotadas por el peso de la nieve, decidí descansar un periquete en el suelo teñido de blanco -sabiendo que mi culo se iba a congelar-, quedando como el muslo de una res en una cámara frigorífica.
Una vez que finalicé con mi breve descanso en los suelos blancos, enfilé nuevamente hacia la casucha; que seguramente era de un viejo cateto.
Cuando llegué, pude darme cuenta que carecía de dueños, ya que nadie me recibió a los escopetazos. En un acto de mala educación me adentré en aquella casa tan burda para cualquier persona con algo de fineza, con el propósito de amortiguar un poco el salvaje frío que quería penetrar mi cuerpo.
Pero cuando abrí la puerta mis ojos sufrieron una especie de shock abriéndose y cerrándose repetidamente. Porque en aquella casa se podían avistar en las paredes de madera deteriorada, cabezas de animales, colgadas como trofeos-con formas ominosas y amedrentadoras-. Sin dudas, esta casucha tenía un dueño y este dueño era, un indiscutible cazador.
Los trofeos variaban, pero en lo que respectaba a mis conocimientos de animales aún no lograba distinguir a ninguno de estos. A pesar de no ser muy amante de las bestias, no era del todo reacio a ellas, podía reconocer lo que era un conejo, un zorro o un pez.
Pero estos trofeos se alejaban mucho a seres tales como los que nombré. Había un conejo con su carita de santidad pero con una mínima diferencia, este conejo tenía un cuerno en su frente que desgarraba la carne para emerger y de su boca sobresalían dos enormes colmillos como los de un jabalí. También había un águila, sólo que estaba falta de pico y en vez de él, tenía una boca dentada y putrefacta. Sus ojos estaban faltantes y carecía de plumajes en algunas zonas.
Otro de los animales era un jabalí con un solo ojo y con tres cuernos enfilados como medialuna en la parte superior de su cabeza. Lo seguía un lobo de pelaje rojo, con ojos blancos y dientes de humano. Y por último, había una bestia con las facciones de un felino, sólo que éste no tenía ojos y hacía notar que su boca era de forma circular, sin olvidar que también este engendro estaba falto de piel para mostrar su carne viva a los espectadores.
Mientras yo estaba como idiota apreciando aquellos trofeos de los mismos infiernos, tan atroces e innaturales. La puerta se abrió con mucha soberbia. Era el dueño de casa, un hombre deteriorado y con un tono de piel pálido. Pero lo que más llamó mi atención de éste extraño hombre fue, que sus ojos eran tan blancos como la misma nieve de las afueras.
Además este cateto me miraba como si estuviese hipnotizado y no me decía absolutamente nada, como si fuese mudo o careciente de carisma para emprender una conversación con un extraño. Sin saber qué hacer, ante tal situación de incomodidad le pregunté.
-¿Quién es usted, señor?
Y el anciano contestó.
-Yo, soy el dueno de eta casa-me dijo, con un lenguaje bastante desordenado y con voz suave.
-Oh. Disculpad señor… este… yo sólo…
-Depreocúpate, sé po qué etas aquí.
-¿Qué?-exclamé.
-Sí, sé he tú ato se averió, loge velo cuado golguia de mi caza en la ajueras.
-Vaya… eso lo explica todo. Está bien señor me retiro, le he causado muchas molestias. Ingresé a la casa, por el arrasador frío que congelaba mi cuerpo.
-¡No, epera! No te vayas, co esta vetisca. Moguirías en las ajueras, si intetas llega a pie hasta tu hoga, no vera e día e mañana.
El cateto me habló con mucha sapiencia, pero conservando su pésimo hablar.
-Bueno, tiene razón.
-Siétese, póngase cómodo, enseguia guelvo con una taza he té caliente.
El viejo campesino me trataba amablemente. Algo en mí, me advertía que esto no tenía buena pinta.
Hice lo que me dijo, -me puse cómodo- algo que fue muy difícil porque las sillas de aquella casa eran realmente ajenas a un culo. Mientras este tipo raro, preparaba la bebida que le iba a dar calor a mi cuerpo, me encontraba nuevamente solo, con aquellas criaturas tan horrendas que estaban en la pared. Por muchas razones sabía que no estaban vivas -pero por otras razones- mi mente me jugaba una broma macabra, y en momentos pensé que aquellos trofeos habían vuelto a la vida. Sus ojos eran tan reales, sus bocas, hasta sus olores hacían dudar de sus muertes. Olores que no eran fúnebres sino más bien, olores de viveza indiscutible. Pero cuando estaba mirando detenidamente a estas bestias faltas de sus cuerpos -otra vez-, me sorprendió el dueño de casa. Parecía que este viejo se daba las mañas para aparecer de imprevisto y amedrentar con su presencia.
-Aquí eta, senor-me dijo el viejo que rebalsaba en ignorancia.
-Gracias.
El té que tomé llenó de calor mi cuerpo, porque al parecer le había echado whisky, algo de lo que no me quejé en lo absoluto. En momentos de tal frío una bebida fuerte era lo que necesitaba para calentar mi cuerpo; que por poco estaba congelado.
Una vez que estaba preparado para seguir batallando contra el frío de las afueras, le dije mis palabras de despedida al anciano, dado que esta situación de aislamiento en medio de una colina con un hombre tan extraño, y que en su casa tenía como trofeos bestias tan horrendas, no me incentivaba a ser amigo de nadie.
-Estaba delicioso su té-le dije, con mucha educación-Pero debo irme señor.
-¿A dónde te quieres ir?-me preguntó, con una voz rara y corrigiendo su lenguaje alborotado-¿No querrás abandonarme?
-Yo…sólo…
-¡No, tú te quedarás!-su tono se elevó hasta el cosmos-¡Porque yo necesito algo tuyo!
-¿Y qué es lo qué necesita de mí?-le pregunté cuajado y con voz trémula.
-¡Tú cabeza!-gritó con una voz normal, que se deformaba en las corrientes del aire para convertirse en ronca y desordenada ante la audición humana.
Tan sólo el extraño dijo esto y mis piernas corrían por sí mismas. Salí lo más rápido que pude de aquella casa infernal. Mientras que el señor de la rareza, me perseguía enardecido con una sed de sangre incontrolable.
Corrí y corrí por la colina repleta de nieve, que imposibilitaba mi transitar y apaciguaba mi rapidez.
Cuando ya me había alejado lo suficiente, pude notar que este hombre no seguía con la persecución. Y desde una posición lejana avisté, como aquella casucha era absorbida por un rayo color azul proveniente de los cielos brumosos; que lanzaba destellos hacia todas las direcciones. Y junto con ésta potencial energía de los cielos, el viejo cateto también era absorbido, pero lo que más extraño me resultó era, que aquel ser no sentía dolor alguno al ser llevado por los mismísimos cielos. Era como si él estuviese satisfecho por esto, era como si lo hubiesen venido a buscar sus cofrades, dioses o seres cercanos.
Después de este acontecimiento hubo algo que atrajo mi curiosidad, esto fue un trozo de papel que al parecer se le había caído al anciano proveniente del cosmos. La hoja avejentada y húmeda por la nieve, decía algo en un lenguaje extraño y lo bastante aterrador como para que nadie quisiese leerlo. Pero entre un cóctel de letras vagas y desconocidas encontré un nombre que decía:-“acechator”. Nombre del que podía especular que significaba acechador, pero sólo el anciano tenía el conocimiento de su verdadero significado.
Cuando terminé con aquel trozo de papel, me dirigí hacia mi hogar a pie. Tomé una neumonía, pero gracias a los dioses me recuperé.
-Mi historia-, no es para cuerdos. Ya se la he relatado a mis hijos, sobrinos, hermanos y nietos. Y jamás me canso de hacerlo, porque desde ese día tan espantoso para mi alma, me cerciore de lo valiosa que es la vida. Y me di cuenta que fui ayudado por alguna entidad en aquellos momentos de cólera, ya que si no hubiese sido así, ahora estaría en la colección de trofeos de aquel ser tan desconocido ante la historia humana.
Nunca supe quién era este hombre, nunca conocí su vida, amistades, nada. Pero de lo que sí siempre he estado más que convencido, es que no nos encontramos solos, en este esotérico mundo mortal. Lleno de misterios que aún no han sido resueltos, plagado de sucesos que van más allá de la razón humana.
Volviendo al cosmos por Damian Fryderup se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-SinDerivadas 3.0 Unported.
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