Maldigo el puto día que encontré aquella carta repleta de palabras
ominosas y que me brindarían una posible y futura locura. Me dedicaba al robo,
y mis presas eran los inmundos nobles en los vastos caminos de Ludad y de Jhimans. Los peces gordos transitaban por allí despavoridos y de
noche. Lo único que hacía antes de robar era esconder a mi fiel corcel “Nikarius” que me esperaba en la penumbra
de la noche. Luego me preparaba para atracar a los nobles que dejaban sus
pertenencias en manos de sus fatigosos y borrachos guardias-pobres idiotas los nobles, que pensaban que
sus perros humanos eran de confianza-. Muchos dirían que era un desquiciado
por robarle a los mismos guardias-pero
créanme- que valía la pena arriesgarse. Ataviado con una túnica negra como
la misma noche y un pañuelo que cubría
desde mi nariz hasta mi mentón, me escondía en las sombras para robar a mis
víctimas. Pero aquella noche fue diferente en todos los sentidos, la misma luna
lo indicaba. Estaba casi por estallar de llena y parecía que iba a chocar con
la tierra creando así un colapso catastrófico. Los aires eran perturbadores y
todo indicaba que esa noche iba a cambiar mi asquerosa vida, para convertirla a
algo peor que la asquerosidad.
Mientras los guardias roncaban,
y el noble dormía en su carreta suntuosa, comencé a hurtar minuciosamente en
los bolsillos de los borrachos. Lo primero que encontré fue aquella carta
maldita. Por razones desconocidas, un compendio de letras formaba mi posible
locura en aquella cosa que contenía una ubicación maligna y un símbolo pagano.
La carta decía que esa misma noche, los acólitos impíos se bañarían en la
sangre de los niños para invocar al gran “Phundoo”
un nombre que mi mente desconocía. Y un pequeño mapa dibujado por manos de un
bárbaro mostraba a la perfección la ubicación de la reunión macabra.
Por más que intentase no podía
olvidar aquella invitación y parecía ser que los textos vomitados en aquella
carta me hablaban directo a mí y querían verme en el lugar del rito pagano.
Pero aún no lograba comprender toda aquella aberrante situación.
El miedo por primera vez en mi
vida me había acechado y decidí huir sin botín de allí; presurosamente. Me dirigí
hasta mi fiel corcel pero no estaba, era como si la etérea noche se hubiese complotado con las
sombras para jugarme una broma innecesaria. Lo único que podía hacer era huir a
pie, pero para empeorar la situación los guardias despertaron por el ladrido de
sus sabuesos-¡malditos, los maldigo a
esos perros asquerosos por delatarme!- si estos animales no lo hubiesen
hecho…, pero tuvieron que delatarme para que mi destino se complicase más y
más. Cuando fui a robar dinero no pasó nada, los perros no notaron mi presencia
pero cuando estaba huyendo, aquellas malditas bestias me delataron-así es el puto destino como una ramera
cuando no le pagas bien-. Corrí y corrí como pude mientras los perros
seguían mi rastro y los guardias berreaban entre ellos conjuros y maldiciones
en muchos idiomas que mis oídos podían captar. Cada vez los tenía más cerca,
las luces emitidas por las antorchas los delataban, pero el destino quiso darme
una oportunidad-¡maldigo esa puta
oportunidad proveniente de una diosa de lo más puta!-. Que mierda de razón
concebía toda aquella traición del destino hacia mi persona. La oportunidad fue que encontré una cueva
pequeña y oscura, peor que las gélidas noches donde la luna no se asomaba. Pero
no tenía alternativa -¿dejaría que me
atrapasen los guardias para luego colgarme?-. No creía en eso como una
posibilidad, ingresé a la cueva sin pensar. Tuve que arrodillarme y casi arrastrarme
para ingresar en ella y por sólo unos segundos la horda sedienta de mi sangre,
pasó de largo y en busca de mi estela. Pude ver como seguían de largo y en
aquel momento pensé, -alguien me quiere
ver vivo-. Los guardias pasaron con sus espadas desenvainadas, listos, para
que los filos de aquellas armas conociesen mi cuello.
Esperé unas horas –cálculo– y la caravana se marchó,
pensando que me habían perdido. Aquella maldita noche perdí un gran botín y todo
por la carta extraña que poseía, la
causante de mis desgracias. Cuando todo parecía un mar de silencio escuché unos
cantos extraños tras mi cabeza. Aquella cueva tenía otro orificio que conducía
a un lugar muy raro. Mi curiosidad de ladrón me indicó el camino y me topé con
lo peor que pude haber presenciado en toda mi vida. Cuando salí al lugar
extraño que me había conducido la cueva vi a un centenar de personas horribles
y desnudas, eran similares a los simios, con tintes negros que cubrían sus
horrendas partes. Tenían cabezas enormes como si fuesen deformes, sus pelos
eran largos y sucios llenos de polvo denso y blanco. Pero lo más asqueroso de
todo era que estaban comiendo niños y fornicando entre ellos al ritmo de cantos
paganos y extraños para mi mente. -¡Que
escena tan horrible-!-, la recuerdo… dos de aquellos inmundos abismales
peleaban por un trozo de muslo de un niño que yacía agonizando cercano a una
roca. Cada masticada de estas bestias humanoides le desprendían la tierna y
roja carne al joven moribundo. Los dos engendros lanzaban saliva al ingerir la
carne y una espuma blanca y espesa brotaba desde sus bocas, degustando la
exquisitez de la carne joven. Mis ojos no quisieron ver más de eso pero se
fueron directo a un acto sexual primitivo y masivo que había en aquel círculo
de engendros humanoides. Las mujeres eran horribles y tenían más similitud a un
hombre que a otra cosa. Sus vaginas eran notables, puesto que chorreaban
líquidos negros con tintes verdosos mientras los machos de la raza se
deleitaban con sus lenguas bajo estas cascadas de podredumbre. La mayoría de
los hombres practicaban sexo oral con las mujeres, pero algunos intentaban
llegar a la eyaculación por medio de la penetración. Casi todos penetraban a
las hembras por la vagina como lo hubiese hecho algún humano normal, pero había
otros que ensartaban sus penes erectos en el ano de las hembras que estaban
sedientas de reproducción y sangre. Parecían verdaderos animales… en ocasiones
pensé que no eran seres racionales, sino simples bestias. No parecían ser del
exterior del planeta, era como si ellos hubiesen estado viviendo en el interior
de la tierra desde el inicio de todo y como si jamás hubiesen evolucionado.
Decidí quedarme y presenciar toda aquella fiesta demoniaca que mis ojos estaban
avistando. En medio del titánico círculo de estos humanoides deformes había una
fogata que parecía no apagarse jamás. Pero
algo de toda la situación erizó mi piel por completo, y esto era una enorme
estatua que estaba hecha de barro y que se hallaba en el fondo de la cueva. La
tenue luz proveniente de la fogata alcanzaba a mostrar la forma de aquella
construcción arquetípica. La estatua tenía la forma de una enorme masa con
escamas de reptil, plagada de tentáculos de calamar alrededor de ella. Y con
pequeños ojos que estaban cosidos con hilos extraños, que parecían provenir de
orígenes etéreos. Un dato curioso era la infinidad de símbolos que cubría la
piel de aquella abominación tallada en barro. Lo que concebían mis ojos no era
para cuerdos, -¿acaso aquella horrible
estatua era alguna deidad arcaica?-Fuese lo que fuese, la representación de
aquella estatua provocada que las aberraciones cósmicas danzasen y danzasen
recitando el nombre de, “Phundoo”.
Mis datos no me hacían pensar
en qué engendro era el tal Phundoo,
pero si aquellos hombres degenerados por el existir lo adoraban, sin dudas, no
sería un buen amigo de la humanidad. No pude evitarlo y mi morbosidad ganó la
batalla, puesto que seguí viendo su macabro festín y esta vez llevaron una niña
viva que lloraba y lloraba pidiendo por favor que no la matasen, pero aquellas
cosas parecían no razonar. En realidad no parecían entender nada de nada, eran
como si fuesen una manada de lobos actuando por instinto y en este caso la
misión era matar a la niña. Desde la enorme horda de trogloditas danzantes se
abrió paso una horrenda mujer-o eso es lo que parecía- sus senos le
llegaban casi al piso, tenía ensartado en sus dos pómulos unos huesos extraños,
estaba desnuda y desde su vagina fluía constantemente un líquido negro y
pestilente como el de las demás hembras. Sus ojos estaban llenos de ampollas
que reventaban constantemente y que volvían a nacer. Miles de parásitos salían
de su boca cada vez que le hablaba a plebe de trogloditas. Lo curioso era que cuando
este intento de mujer hizo su aparición, todos pararon con los cantos y se
arrodillaron.
Después de la presentación, la
maldita arpía de pesadilla tomó un cuchillo ceremonial hecho de piedra y lo
ensartó en el pecho de la pobre niñita. Lentamente formaba una incisión en el
marchito cuerpo de la niña, mientras ésta gritaba y lloraba desenfrenadamente.
Saliva, mucosidad y lágrimas teñían casi todo el rostro de la jovencita y los
engendros sentían más placer al presenciar aquel acto de maldad. Algunos se
excitaban y fornicaban más duro que un principio y a la vez comían restos de
carne de los niños engullidos. Después de que la mujer horrenda cortase el
pecho de la niña, dos fornidos humanoides se abrieron paso entre la multitud. Tomaron
a la niña agonizante de cada extremo y un tercero se acercó con una lanza
enorme. En segundos introdujeron aquel palo ciclópeo y astillado por la vagina
de la niña, para que el mismo saliese cargado de sangre y vísceras por la boca
de la misma. Todos alzaron los brazos y gritaron fuerte palabras con un sinfín
de significados, -esta vez estaban
extasiados por lo que estaban viendo- la mayoría se había excitado más de
lo debido y siguieron con sus tareas inmundas.
-¿Qué demonio de las profundidades
podía hacerme ver todo esto?- -¿Qué
mierda le ocurría a estas cosas?- Si es que eran humanos… Muchos me juzgarán
por mi cobardía de no ayudar a la niña, pero yo no era un héroe,-sólo un ladrón cobarde- además mi
historia tenía que llegar a los demás humanos.
Cuando estaba por marcharme
uno de los hombres deformes se dio cuenta de mi presencia y me miró fijo,
mientras sus cofrades fornicaban y se bañaban con la sangre de la niña y los
demás asesinados. Los ojos de aquel hombre involucionado eran blancos, como si
padeciese una extraña ceguera, pero yo estaba seguro que podía verme. No moví
ni un músculo y disimulé, me retiré lentamente arrastrándome por donde había
venido y decidí huir lo más rápido que pude de aquella ceremonia de maldad. Sé
que aquel hombre degenerado me había dejado ir, pero aún no podía comprender el por qué. Quizá ellos querían
que mi voz se corriese por todo el mundo y quizá querían que los humanos
sepamos que no estamos solos en la tierra y mucho menos en el universo. Quizá
todo fuese una simple pesadilla. Lo único que sabía con exactitud era que la
maldita carta que robé aquella noche me había conducido a la locura y por
momentos hasta había pensado en el
suicidio, pero sabía que aún tenía que seguir difundiendo la historia por la
que había pasado. Quizá pudiese olvidar a los engendros humanoides y a la bruja
corrompida por la putrefacción, hasta quizá pudiese olvidar a la niña torturada
y asesinada, pero lo que nunca podré olvidar será la estatua arcaica que
parecía haber estado vigilándome desde que encontré aquel lugar ceremonial.
Ahora lo único que vaga por mi mente es nada más que un esotérico nombre, “Phundoo”, “Phundoo”, “Phundoo”.
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