Recuerdo aquel día en el que mi mente
colapsó por completo, aquella vez en la
que mi cuerpo comenzó a pedirme alcohol para curar la locura que me
atormentaba. Tenía aquella oxidada arma en mis manos, y era el único con el
poder de quitar mi propia vida. Pero antes de hacerlo quería dejar un relato de
la historia que atormentaba mis últimos días.
Era invierno y estaba nevando con tiraría en las afueras. Parecía ser
que los copos de nieve eran un ejército castigador de humanos. Vivía alejado de
la ciudad en una granja cercana a una familia sensacionalista que se apellidaba
"Hummins" y junto a un
científico fracasado, un tal Lisandro Jhub. Ellos no
molestaban, -a veces- los Hummins gritaban
cuando la luna se llenaba, pero parecía ser que estos chiflados eran adeptos de
algún dios pagano. No podría no respetar las creencias de las demás personas,
después de todo debemos creer en algo para poder escapar de la realidad.
Comprendía que el frío atrofiaba nuestras
neuronas y cuando era extremo no nos deja pensar. El día que tuve la maldición
de ser contactado fue un 9 de Julio, -el peor día de mi vida-. Recuerdo haber
salido de mi hogar en busca de mis aves de plata, un recuerdo de mi difunto,
que en la actualidad tendría unos diez años. Mi pequeño murió de un extraño
virus, después de haber tenido contacto con la granja de los Hummins. A él le
encantaba jugar con unas viejas aves de plata que había hecho mi tatarabuelo.
Debía ir en busca de estos juguetes al
granero para poder llevarlos hasta mi hogar, puesto que colindante con él se
hallaba la tumba de mi hijo. Todos los 9 de julio le dejaba sus aves para que
pudiese jugar con ellas desde el más allá. Cuando salí hacia afuera miré
detenidamente mi panorama y no era agradable, la nieve lo cubría todo y el
cielo era un conjunto de escarcha con tintes grises de las nubes. El sol estaba tapado por completo
y parecía ser de noche por la escasez de luz. En un leve lapso del tiempo pude
llegar al granero. Abrí la puerta del lugar y el frío me complicó un poco las
cosas. Pero al final pude ingresar al sitio donde guardaba todas mis reservas.
Cuando entré noté algo extraño, no se hallaban las aves de plata que solía
dejar en una mesita antigua de madera carcomida. Me preguntaba a mí mismo- ¿cómo podía ser?-, el tema era saber si
había algún intruso en aquel lugar. No dudé un instante y desenfundé mi
pistola. La vida en el campo era difícil y si tenías que matar a alguien tenías
que hacerlo y punto.
Husmeé por un largo tiempo, pero no encontré
ningún intruso. Hasta que escuché un llanto horrible, pero conocido a la vez.
Provenía de una de mis repisas de herramientas y no vacilé para ir a ver de
quién se trataba. Cuando estaba cerca de la repisa la corrí y cuando vi lo que
se ocultaba tras ella caí sentado de
culo al piso. Me asusté tanto que no sabía qué hacer en aquel momento. La
persona que estaba detrás del mueble era un joven extraño, pero con el rostro
de mi hijo,-podía jurar que era mi hijo
de adulto- pero no dejaría que la impresión me dominase. No dudé y le hablé
rápido al joven que sollozaba en el granero.
-¿Quién eres?-le grité.
Sólo me miró y siguió llorando. Su piel era
extraña, no parecía ser de este mundo, tenía rasgos humanos pero era como si
fuese una esencia vaporosa de color azul oscuro. Sus ojos brillaban de forma
rara y eran color amarillo. Lo tétrico era que este joven no paraba de llorar.
-¡Dime
quién eres o juro que disparo!-le amenacé.
Esta vez el joven parecido a mi difunto hijo,
movió sus dos manos en signo de que no le hiciese daño, se levantó y salió de
atrás del mueble. Luego me extendió su mano izquierda y me mostró las aves de
plata. En aquel momento no pasaba otra cosa que la duda por mi mente y no
entendía bien aquella extraña situación. Pero poco a poco la cordura comenzaba a fallarme y el miedo me
envolvía como lo hacía con aquel muchacho.
-¿Quién
eres chico?-le insistí.
Esta vez dejó caer las aves de plata y me
tomó de la mano. En cuestión de segundos comencé a cambiar de entorno y a
visualizar un lugar extraño. Varias visiones me atormentaban en aquellos
momentos. Pero las recuerdo por orden, en la primera de ellas podía ver una
ciudad en los cielos, como si estuviese flotando. Los habitantes de ella la
llamaban "Oblaratek". Todos
los pobladores del sitio vestían túnicas blancas similares a las que se usaban
en el senado griego en la antigüedad. Mi visión comenzaba desde los cielos para
descender, era como si me hubiese convertido en un espíritu vagante y curioso.
Ahora me encontraba en las calles de la ciudad y podía ver a un gran concejo de
estos extraños hombres que tenían similitud a los humanos pero que sus cuerpos
eran el triple de grandes. La mayoría de los habitantes de aquella ciudad eran
de facciones bellas y de cabellos largos y fuertes, como si tuviesen una
especie de poder en sus risos. Las hembras eran hermosas y poderosas, con
cuerpos esculturales del doble de tamaño de un hombre terrestre. Toda la plebe
de aquel pueblo extraño pero refinado, estaba a punto de escuchar a los
gobernantes del sitio, a un concejo que se ubicaba en una especie de
anfiteatro. Por un segundo paré mis oídos para escuchar lo que estos seres
discutían. Un hombre anciano pero fornido daba inicio a la conversación.
-Bien
hermanos míos. Como noble hyperiónico,
les comentaré la situación actual de nuestros hermanos.
Todos comenzaron a abuchearlo como si
hubiese tocado un tema de sumo rechazo.
-Por
favor... sólo escuchen.-el anciano intentó calmarlos.
Pero la muchedumbre estaba furiosa. Y se
podían escuchar gritos de repudio en el lugar. Hasta que se levantó un tipo de
risos dorados y de una contextura física inimaginable. Este ser tenía
vestimenta apropiada para la guerra, se notaba que no era un político, sino un
castigador o militar.
-¡Ya
basta!-les gritó a todos.
La masa de mortales quedó cuajada y se
completaron en silencio.
-Ahora puedes hablar Lux Xenos-le dijo al anciano.
El
viejo lo miró y le mostró las gracias con su rostro.
-Nos
encontramos en un gran dilema. La última raza no sabe nada de nada. Ellos no
estarán dispuestos a comprender. Fueron creados para callar y para no comprender
en absoluto.
Todos escuchaban atentos, pero aún sentían
desprecio por el tema.
-Sabemos que "atmosferia" no soportará mucho más y que pronto los reyes de Epimorden destruirán la barrera de los
mortales de Therr, y los acabarán.
Nuestros amados supremos están haciendo lo imposible para detenerlos, pero ya
es demasiado tarde.
Un humanoide de cabellos rojos desde la
muchedumbre dijo unas palabras.
-Ellos están así porque ellos mismos nunca
han aprendido el conocimiento divino. Tendrán su propia perdición, la merecen,
son las escoria del existir.
-Si el rey de reyes te ollera, te
desintegraría en instantes por tu infamia. Ellos son los últimos, los olvidados
y ellos merecen ser protegidos porque son la última creación que nuestro amado Narishgan nos ha dejado. Nuestro rey
yace débil y postrado en Nujharum
cercano a Phobmarte y todos somos
testigos de que Nostrom junto a los
dioses de Epimorden desean acaban con los homonabis.
-Pues
que lo haga-dijo el tipo de cabellos rojos.
Toda la muchedumbre le aplaudió y comenzaron
a discutir entre ellos. Pronto mi visión comenzó a evaporarse para dar un
cambió y me dirigió a otros sitios. Ahora me encontraba en un lugar de
oscuridad y torturas. Habían seres empalados, y por otros lados engendros que
estaban siendo torturados. En el centro del lugar se encontraba un ser abismal
con rostro horrible, su cuerpo era de lo más extraño. Tenía la cara derretida
por alguna especie de ácido, sus brazos colgaban como si estuviesen atrofiados.
No tenía piernas, tenía barras de metal en vez de ellas incrustadas a su carne,
se arrastraba y desde su pecho salían legiones de engendros alados que parecían
insectos en comparación de su tamaño. Mi visión me hacía seguir a los insectos
humanoides, que juntos se dirigían a una colosal batalla contra otras bestias
que se hallaban cruzando un río de sangre que transportaba cadáveres
putrefactos y virulentos. Esta visión
era extraña, pero en mi mente me susurraban un sólo nombre, "Epimorden". Ese nombre jamás lo
olvidaré, pero jamás sabré de qué trataba exactamente.
Aquella visión cambió por completo y esta
vez me hallaba en el cielo, nuevamente en la ciudad de los Hyperiónicos. La ciudad de Oblaratek
estaba teñida en llamas y una guerra había dado inicio. Miles de soldados
alados luchaban al borde del cielo y el espacio. No había rastro de los
Hyperiónicos, era como si ya estuviesen extintos. La lucha se veía a los lejos,
gritos de batallas, bolas de energías cósmicas, batallas cuerpo a cuerpo entre
seres extraños de todo tipo de razas desconocidas e inconcebibles para la mente
humana. La guerra era por defender una barrera entre el mundo y el espacio, era
como si otras razas quisiesen adentrarse a la tierra y destruirla y por otro
lado otros seres se encargasen de proteger esa intromisión. La batalla seguía y parecía que los seres
oscuros estaban destruyendo la barrera del cielo. Ya nada se podía hacer, la
perdición era algo próximo para los habitantes del mundo o también conocido
como Therr. De pronto uno de los alados se acercó hasta mí, tenía alas de
águila y era el joven que lloraba tras el mueble del granero. Me miró
detenidamente comenzó a llorar y me arrojó las aves de plata de mi difunto
hijo. En sólo segundos desperté de las visiones y me encontraba en el suelo del
granero. Me paré después de unos minutos, tomándome la cabeza por la terrible
jaqueca. Fui hasta la tumba de mi hijo y las aves de plata estaban allí, pero
llenas de sangre y con una nota, que decía:
Hicimos
lo que pudimos, provenimos del futuro y combatimos cada vez que podemos a los
demonios de Epimorden. Pero algún día destruirán la barrera que protege a los
homonabis y ese día, la extinción de su raza será una realidad. Te amo padre,
nunca te he olvidado y ahora soy un guerrero de sitios que tú jamás entenderás
hasta que estés muerto. No te preocupes por mí, seguiré luchando por los eones
de los eones de la eternidad. Pero por favor no intentes algo estúpido, esto es
real. Por favor que este mensaje le llegue a todos los humanos, no dejes que el
escepticismo te domine, confía en tu verdad.
Después de leer la carta, pensé en todo lo
que me había dicho este ser que se nombraba como mi hijo. La única solución
para lo que había vivido era una bala en mi cerebro y sólo así podría reunirme
con mi amado hijo en el más allá. No me importaba la extinción de los humanos,
lo único que me importaba era mi amado niño. Pero igualmente todos conocerán la verdad y dejaré esta carta
para que se sepa la verdad y que se conozca
sobre la batalla que será librada por los eones del existir. Algún día
un forastero encontrará mi hogar abandonado y leerá estas predicciones ominosas
y sólo allí será cuando el destino incierto de los humanos pueda ser cambiado,
sólo cuando un elegido encuentre estas letras de poder.
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Hola Damian Fryderup, lei esta historia con mucho encanto y quisiera saber mas sobre este fantastico relato.
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