Las
drogas que habíamos conseguido en la ciudad antes de partir hasta la montaña ya
no surgían efecto en mí. Cuando las compré, lo hice con el motivo de aliviar
mis dolores de hueso y así poder dormir en el refugio de la cima de la montaña.
Mi esposa Rhiana siempre insistía en que fuésemos al olvidado y anticuario
sitio donde me había criado.
Desde pequeño tuve que sufrir el azote de los cielos. Las ventiscas de
nieve destruían poco a poco mis débiles huesos; cuando trabajábamos con mi
malnacido padre. Pero por todo en el
universo cambiaría aquellos días, por el
maldito 11 de julio que me condenó.
A
temprana edad conocimos el trabajo pesado con mi hermano mayor, y nuestro padre
no era tolerante con nosotros-hablando más claro-era un hijo de puta
golpeador que me violaba cuando llegaba borracho. Teníamos que partir troncos
más grandes que nuestros pueriles cuerpos y soportar grados bajo cero en las
afueras de nuestro hogar. Nadie en el pueblo comprendía el porqué de vivir en
la cima de una gélida montaña,-sólo mi padre- sabía la razón de eso.
Las
malas lenguas decían que vivíamos allí porque mi padre era un recluso. Mi madre
sabía toda la verdad y nunca había querido decirnos ni una pizca de ella, pero
no lo necesitábamos dado que nuestro padre nos hacía saber qué tipo de persona
era cada vez que nos fornicaba.
Por
mi noble curiosidad,- de pequeño-, me
gustaba investigar demasiado y una vez después de un largo día de labor
cotidiano, decidí alejarme del hogar que me daba tantos traumas y a la vez algo
de calidez. Tras caminar vagamente por los montes aledaños, encontré una enorme
cueva. Por razones propias de un chiquillo ingresé en ella y allí encontré algo
que jamás olvidaré en toda mi vida. Había piedras preciosas y enormes que
destellaban luz de todo tipo de colores. La nieve las cubría y parecían estar
protegidas por capas enormes de hielo. Siguiendo mis instintos de niño
explorador, estreché mi mano para tocar el manto de hielo que cubría una piedra
color amarillo y por motivos que desconozco me desmayé. Desde aquel día jamás
volví a la cueva y mi padre me dio tantos golpes que no caminé por una semana.
Por
eso nunca tuve hermosos recuerdos de mi hogar, que en la actualidad se había
convertido en un refugio usado por miles de aventureros, que practicaban como
deporte el alpinismo. Aquel 11 de julio-lo sigo maldiciendo- mi mujer insistió
tanto, que tuve que obedecer y mi débil corazón presentía lo que nos iba a
ocurrir. Ningún presagio que transitase por mi mente me decía que nos esperaba
un fin de semana esplendido, -todo lo
contrario-. Desde pequeño sufría constantes pesadillas por los traumas
ocasionados por la persona que siempre odié; mi padre.
Pero
con algo de alcohol y sedantes se habían esfumado. Cuando hicimos el viaje a la
montaña todo había vuelto a mi cabeza, nuevamente los horrores danzaban en mi
mente.
Vivíamos
con mi esposa Rhiana en la ciudad, por causas del destino ella decidió que
viajásemos a la casa en la que me crié.
Aquel gélido 11 de julio
llegamos al pueblo en el que había nacido. Cuando paramos en la estación de
autoservicio, encontré a varios conocidos de mi infancia. Intercambiamos muchas
palabras y llegamos a la conclusión de decir adiós mutuamente con los amables
vecinos de la zona. Pese a que yo y mi familia éramos unos ermitaños, a veces
bajábamos al pueblo por algunos suministros.
Después de alimentarnos con mi cónyuge y de comprar algunas provisiones,
emprendimos viaje hasta la cima de la montaña. Mi esposa se mostraba positiva en
toda situación, pero yo alquilé un cuarto de hotel a escondidas por si la cima
se tornaba indómita. Mi amada pensaba que el viaje era una diversión alocada-nunca había sentido el verdadero frío
invernal-. Yo era consiente de todos los peligros que nos supondría el
viaje y por eso llevé mi revolver, drogas y algo de alcohol.
Alquilamos unas motos de nieve para el ascenso de la montaña, y dejamos
nuestras cosas en el vehículo que aparcamos en un estacionamiento privado.
Aquel pueblo tenía como atracción para los alpinistas llegar hasta el refugio
de la cima, que en tiempos pasados fue mi hogar. Y allí emprender viaje por un
sendero extraño que conducía a quién sabe dónde. Mi curiosidad de pequeño me
dio como regalo, conocer la cueva de las
piedras preciosas y los golpes de mi padre, pero jamás había oído de aquel
sendero-seguramente algo nuevo para
atraer idiotas-.
Las
motos de nieve hacían lo que podían contra la densa nieve que azolaba la zona.
Mientras más ascendíamos, más se sobre exigían los motores de las máquinas y
parecía ser que las ventiscas se enfurecían cada vez más. Poco a poco el aire
congelado atravesaba nuestras ropas y ya nada podía cambiar el dolor que
sentían mis huesos al recordar tiempos de infancia perdida. Mi mujer seguía
optimista y en momentos se quitaba el pasamontañas para decir alguno que otro
chiste del momento. Mi rostro al mirarla le decía todo, -y ella se callaba-, y seguía conduciendo su moto de nieve.
Tras varias horas de recorrido por el camino que nos conduciría hasta la
cima de la montaña, por fin habíamos llegado. Y esta vez sentí un escalofrió
potente, al ver en el horizonte brumoso el techo del refugio que en un pasado
fue mi hogar. La emoción me pudo más que la nieve y el frio. Detuve la moto
para contemplar lo que jamás pensé que volvería a ver.
-¿Estás bien amor?-me preguntó Rhiana.
La
miré un segundo y voltee nuevamente para ver mi antiguo hogar. Algunas lágrimas
quisieron salir de mi zona ocular, pero hacía tanto frío que estás se volvían
escarcha en segundos. Tantos malos recuerdos, tanto sufrimiento-mi padre, el maldito que me condenó…
-Amor…
-¡Espera!-exclamé en tono furioso.
-¡Está bien me adelantaré!-Rhiana se enfureció más aún.
Cuando escuché su voz en un tono elevado me di cuenta que se había
ofuscado. Y ya para esto se había alejado lo suficiente como para perderse.
Puse en marcha la moto de nieve y
parecía ser, que no le quedaba combustible. El destino estaba jugando en mi
contra. Para mi desgracia la nafta estaba en los depósitos de suministros de la
moto de Rhiana y ella se había escapado como una chiquilla remilgada. Tuve que
hacer lo que estaba a mi alcance y comencé a caminar en dirección al refugio.
No estaba tan lejos, pero para ir a pie era toda una eternidad.
En
tan sólo minutos llegué hasta el refugio que era asediado por ventiscas de
mayor nivel. La moto de Rhiana estaba junto a la construcción salvadora y corrí
urgentemente hasta la puerta. Una luz estaba encendida, parecía ser Rhiana-pero por si acaso toque dos veces la puerta-.
Nadie contestó, parecía ser que mi testaruda esposa se había marchado de aquel
lugar en busca de más aventuras o que simplemente no quería abrirme por su
posible furia. Pero Rhiana no jugaría con esas cosas y desde allí empecé a
preocuparme.
Estiré mi mano hasta la perilla de la puerta y ésta se encontraba sin
llave. No hubo ningún impedimento al ingresar al refugio. Aquel lugar estaba
cambiado en todas las palabras, no era para nada mi hogar de infancia y por
razones que desconozco me daba asco. Sólo una tenue luz de un farol de querosén desnudaba aquella construcción. Me hice
escuchar varias veces, pero no había rastro de nadie en aquel lugar. Rhiana se
había perdido y lo más fácil de aquella situación fue culparme a mí mismo. Pero
tras varias deliberaciones entré en sí y me di cuenta que no solucionaría nada,
si no encontraba un método.
Husmeé toda la casa y lo único que encontré fue una hoja húmeda y
avejentada que tenía unos garabatos horrendos. Al parecer un niño endemoniado
los había dibujado. Pero peor aún, eran las letras arcanas que impregnaban de
ocultismo aquella hoja. Un idioma ilegible para mi mente era usado en aquel
fragmento de algún libro esotérico. Lo único que se podía leer era: -“Bermoonlaten” y “Uhbbe”- en el pie de
página. Cuando era pequeño había oído muchas historias de la cima de la
montaña, historias que viajaban mucho más allá de la mente humana trivial. Mi
padre no era del tipo de hombre que se asustaba fácilmente. Y un día llegó tan
asustado a nuestro hogar que mi madre lo tuvo que calmar por días. Fuese lo que
fuese que mi padre haya visto en la verdadera cima de la montaña lo había
marcado de por vida, tanto que desde ese día comenzó a apalearnos y propasarse
con nosotros. Cuando bajábamos al pueblo con mi hermano, una anciana de la zona
nos decía siempre lo mismo-¿Ya las
encontraron?- mi hermano y yo nos quedábamos pasmados con esta pregunta. Y
el viejo Tomas, nos decía que no le hiciésemos caso, sólo se percataba de que
le comprásemos lo que mamá nos ordenaba en sus listas de víveres. Aquella vieja
cateta era uno de mis tantos recuerdos perturbadores de infancia-más que mi padre-. Aquella hoja que había encontrado en el
refugio era similar a esos recuerdos. Esta cosa contenía dibujos desordenados
de mujeres, que parecían pertenecer a una tribu. Pero dejando las
especulaciones apretujé la hoja, la hice una pelota desprolija y la arrojé por
la ventada del refugio hacia las afueras-seguramente
la nieve se encargaría del resto-.
Miles de recuerdos y pensamientos circulaban por mi mente. Y entonces
decidí salir a las afueras en busca de mi amada y furiosa concubina. Cuando
abrí la puerta, nuevamente sentí como los copos enormes de nieve impactaban
contra mi cuerpo, pese a tener ropajes térmicos y un pasamontañas que cubría mi
rostro. Actué con desesperación, pero trabajé todo con razonamiento. Llevé
algunas provisiones en mi mochila y lo más importante, -fuego- un encendedor de colección-por si me quedaba varado en una cueva-. Por suerte conocía el lugar
y sabía de algunos refugios provisorios. Las razones de la búsqueda de mi
esposa en la cima eran desconocidas, pero mi mente parecía saberlo-yo- sólo me dejaba llevar, era como si
demonios helados danzasen en el cielo y junto a un ritmo macabro guiasen a mi
mente hasta alguna aberración cósmica.
Caminé y caminé varias horas hasta la cima de la montaña más allá de mi
antiguo hogar, más allá del refugio actual. Mi cuerpo estaba al borde del
colapso, cuando por obras milagrosas escuché gritos femeninos en las lejanías.
La nieve era muy espesa y la bruma de las ventiscas cubría todo, tan sólo podía
ver un radio de dos metros frente a mí. En aquellos momentos estaba más que
seguro que debía guiarme por mi sentido auditivo, dado que la visión estaba
totalmente imposibilitada.
Tras
luchar y luchar encontré a mi conyugue desmayada junto a una enorme roca
cubierta de nieve. Al lado derecho de la roca había una diminuta entrada que
serviría como refugio hasta que mi dama se despertase. No vacilé ni un segundo
y arrastré a mi esposa hasta la pequeña cueva. Allí me resguardé y para nuestra
suerte, la nieve no ingresaba por ningún sitio, era el lugar perfecto para
hacer una fogata y calentar alguna que otra comida rápida, que nos diese
calorías al instante. Mi concubina yacía inconsciente y en algunas ocasiones
escupía saliva tan blanca como la nieve de las afueras. Saqué algunas mantas de
mi mochila y la tapé con ellas, sólo dejando una para mí.
Al
pasar el tiempo, mis huesos comenzaban a protestar y cada tanto, tenía que
tomar mis drogas que alivianaban el dolor constante. Intenté saber qué hora
era, pero mi reloj se había parado a las 02:00 horas AM algo severamente extraño,
dado que a esa hora recién me topaba con la hoja de papel extraña en el
refugio. Pero en aquellos momentos letales, no le di importancia a la hora. Mi
mente sólo pensaba en sobrevivir para poder llevarme a mi esposa cuando
recobrase el conocimiento.
Sin
darme cuenta me dormí por un leve espacio del tiempo y cuando desperté mi mujer
estaba adolorida y consiente, pero la imagen de aquel día, -un 11 de julio- me conmocionó de tal
manera que no podía parar de llorar. Ella estaba sentada apoyando su espalda
contra una roca de la cueva, lanzaba saliva espumosa de su boca y lo más
horrible era su estómago. Parecía ser que se había inflado, cualquier persona
que la hubiese visto pensaría que estaba embarazada. Intenté acercarme pero
mientras más lo hacía, más se quejaba. Ella quería decirme algo pero no podía
hablar, su único lenguaje en aquellos momentos era la agonía eterna que la
dominaba por completo. Sin saber qué hacer me detuve a mirarla y susurrarle
constantemente con palabras aliviadoras. Pero cuando todo parecía ir más que peor,
-su estómago-, comenzó a inflamarse
más aún. Y la sangre empezó a fluir desde su vagina, todo indicaba una terrible
hemorragia. Lo que acontecía en aquellos momentos no era algo común, poco a
poco desde su genital corrompido emergía una criatura horrenda y fetal.
Lentamente la sangre chorreaba por la vagina
de mi amada y líquidos cargados de podredumbre hacían notar su presencia en
aquel espectáculo maligno. Por otro lado, yo no paraba de llorar por lo que mis
ojos presenciaban.
El
sufrimiento de mi esposa concluyó cuando el engendro salió de su vientre.
Aquella criatura reptante era de lo más horrible, peor era la imagen de mi
querida Rhiana con su vagina desgarrada y repleta de sangre viscosa junto con
fluidos repugnantes. El olor no se aguantaba en aquella cueva y fue tan severo
para mí que vomité unas dos veces. La criatura por otro lado, lloraba como un
cerdo siendo llevado al matadero y no se movía por nada en el mundo. Permanecía
en estado fetal y allí fue cuando la vi detenidamente. Era de color negro con
forma de larva, pequeños brazos con garras surgían desde su estómago. Su rostro
era blanco y similar al de un anciano horrendo. Tenía rasgos simiescos y
parecía ser que padecía alguna anómala enfermedad que deformaba sus huesos. Sus
ojos estaban pegados por una viscosidad negra y desde su boca salía una lengua
viperina que intentaba succionar los líquidos de la vagina de mi difunta
esposa. Pensando irracionalmente me arrimé hasta una roca pequeña, pero lo
suficientemente apta para acabar con la vida de aquella anomalía del cosmos.
Era una cría de algún engendro, pero no era humana y por eso merecía la muerte,
además había matado a mi amada Rhiana. Tomé la roca con todas mis fuerzas y me
preparé para atinar a la cabeza de aquel bichejo. Pero cuando estaba a un cuerpo
de distancia del engendro se escuchó un sonido gutural que provenía de la
entrada de la cueva. Mi cuerpo sintió un leve escalofrío pero eso no consiguió
impedir mi objetivo. Dejé caer la roca sobre la cabeza del retoño, y cuando
ésta impactó la reventó por completo. Algunos pedazos de sesos saltaron a mis
botas y el olor que salía de aquella criatura era peor aún que el de antes. Sus
llantos fueron silenciados y sólo quedó una masa viscosa tendida en el suelo
chorreado de sangre. No sentí nada cuando maté aquel bebe diabólico, pero si me
di cuenta que fuerzas oscuras convivían con nosotros.
Los
sonidos de la entrada de la cueva no eran ocasionados por las ventiscas, eran
causa de unas bestias tan horribles como él bebe que había matado. El débil
fuego provisorio que había ocasionado iluminaba la cueva con una tenue luz,
pero lo suficientemente fuerte como para ver a los cinco adefesios que me
rodeaban. El miedo era lo mejor que le ocurría a mi vida en aquellos momentos.
Y la cordura ya no era algo que me perteneciese. Estos engendros hablaban entre
ellos en idiomas sonoros, emitiendo sonidos extraños y horrendos. Tenía la corazonada
de que aquel sería mi final,-sabía que
aquel bebe era de ellos- y por eso me iban a hacer pagar. Mientras
deliberaban en sus idiomas que harían conmigo pude ver a los demonios con
claridad. En realidad eran mujeres, similares a las nuestras con sus senos al
aire libre, sólo que estos les llegaban hasta el ombligo. Tenían algunos pelos
en su cuero cabelludo; como si hubiesen padecido cáncer. Vestían harapos hediondos
y todas llevaban unos collares extraños con piedras sumamente ostentosas y
similares a las de la cueva que yo había encontrado desde pequeño. Su cutis era
blanco como la nieve de las afueras y sus ojos y bocas eran tan negros que
llegaban a brillar con la luz del débil fuego de la cueva. Sus rostros eran de
lo peor, y por desgracia lo que más se veía en aquel lugar. Tenían caras
simiescas como la del bebe, con rostros extremadamente ancianos. Parecía ser
que sus rasgos se orientaban más al de los hombres, que al de las mujeres, pero
por razones obvias eran hembras. Toda mi vida había sentido asco en situaciones
repulsivas, pero aquel día el 11 de julio
fue el gobernante de todos.
No
era una persona temeraria y me entregué a su merced. Las horribles hembras
esotéricas dejaron su conversación y clavaron sus ojos sobre mí. Sólo me
preparé para una posible muerte y dejé caer mi vista al suelo de la cueva. En
un último acto miré el cadáver de mi mujer y el cuerpo del bebe demoniaco que
había matado.
Aquellas horrendas bestias, se arrojaron sobre mí y comenzaron a
devorarme despiadadamente. Cada mordida por obra de sus poderosas mandíbulas,
provocaba un dolor inmenso en mí. Sólo quería que todo terminase para poder
reencontrarme con mi amada. Uno de los engendros empujó a los demás y se postró
frente a mi rostro a un palmo del mismo. Me miró detenidamente, me habló en su
idioma sonoro y comenzó a vomitarme sin control alguno. Poco a poco fui
perdiendo la noción, hasta que me desmayé.
Quién sabe cuánto había transcurrido, pero pude despertar. El frío aún
me azotaba y me hallaba en la cueva. Pero no había rastro de mi mujer, del bebe
demoniaco ni de las criaturas horrendas. Me toqué todo el cuerpo para comprobar
que no faltase nada de él. Estaba tan confundido en aquel momento, que no sabía
qué mierda hacer. El dolor provocado por mis huesos no me dejaba pensar mucho y
decidí tomar las últimas drogas que me quedaban. Pero estos medicamentos no
surgían efecto en mí.
El
fuego se estaba ahogando lentamente y mi mente estaba a punto de cerrarse.
Muchas cosas surgían de mis pensamientos, aún no comprendía qué había sucedido
allí. Recordaba todo, pero nada había sucedido, era un castigo enorme y pronto la oscuridad acabó con mi noción. Lo
único que recuerdo de la cueva, es que miré mi reloj por última vez y este
marcaba las 02:00 horas AM.
Tres
rostros me asediaban cuando desperté en el cálido autoservicio del pueblo. Dos
mujeres con indumentarias de alpinistas junto a un hombre regordete que atendía
el lugar con una macabra similitud al viejo Tomas.
-Está recobrando el conocimiento…-dijo una de las chicas.
La
mire débilmente y pronto trajeron paños calientes para mí. El hombre regordete
habló.
-Agradécele a estas chicas. Te han salvado.
Conmocionado y con voz trémula le contesté.
-Gracias…
-No
hay porque señor-me dijo la otra chica, que era más voluminosa.
-¿Dónde está mi mujer?-le pregunté cuajado a todos los presentes.
Aquel autoservicio estaba repleto de personas comiendo o tomándose algún
café. Las cuales me miraban detenidamente con miradas acusadoras.
-¿Mujer?-preguntó el gordo de la tienda.
-Sí.
-Usted llegó solo al pueblo…
-¿Qué?-exclamé desconcertado.
-¿Está bromeando verdad?
-No.
La
demás gente presente murmuraba tras mis oídos, comentando que estaba loco,
seguramente por haber quedado a la deriva en la cima de la montaña.
-¡Fueron las madres del ciclo!-gritó la anciana que nos aterroriza a mí
y a mi hermano cuando éramos pequeños.
Un
ingrediente más de lo extraño, dado que si fuese una realidad coherente aquella
mujer tendría que haber estado muerta
-Ya
cállate…-le dijo el regordete que atendía el autoservicio.
-¿Podría usar su teléfono?- le pregunté al gordo.
-Claro. Pero recuerde que está muy débil, tenga cuidado.
-No
se preocupe…
Me
levanté del sofá en el que estaba recostado. Las dos chicas me ayudaron y el
hombre a cargo de la tienda me alcanzó el teléfono inalámbrico. Lo tomé y me
alejé un poco de la muchedumbre, marqué el número de la madre de mi esposa y
esperé a su voz.
-Hola- le dije.
-Aló-me contestó tras el teléfono, con su
anticuario saludo.
-¿Elena?-le pregunté por si acaso.
-Sí.
-Soy Batista.
-¿Quién?-preguntó asombrada.
-El esposo de tu hija…
-¿Qué?
-La persona que se casó con tu hija-le
hablé con sarcasmo.
-Señor, le pido que corte esta conversación.
Creo que se ha equivocado de persona.
-¿Por qué?
-Porque no le conozco…
-Pero… si soy yo.
-Señor le seré un poco cortante. Una vez tuve
una hija, pero murió a los doce meses de vida. Y si desea jugarme una broma
pesada. Puede irse a la mierda…
La
mujer que alguna vez fue mi suegra había colgado el teléfono. Nada de lo que
ocurría parecía ser real, pero realmente era lo que estaba viviendo. -¿Rhiana muerta a los doce meses de vida?-.
Todo parecía estar perdido para mí. Pero aún tenía que sacarme una duda con las
personas de allí y decidí preguntarle algo al regordete a cargo del autoservicio.
-Señor…
Llamé su atención. El gordo de la tienda,
parecía estar muy interesado por el culo de una de las alpinistas puesto que no
quitaba su mirada de allí.
-Dime.
-¿Qué pasó con el refugio de la montaña?-le
pregunté.
-¿Refugio?
Todo
parecía marchar con extrema gravedad. Ya nada sería igual en mi vida desde
aquel maldito día.
-Sí.
El refugio donde me había alojado.
-Señor… aquí nunca ha existido un refugio.
-Pero…
-Hace
muchos años, vivía una familia de ermitaños en la cima de la montaña. Que
desaparecieron misteriosamente. Pero aquella pocilga se derrumbó por la nieve.
Después
de oír eso me tomé la cabeza y caminé acompasadamente hasta los baños, para
lavar mi rostro y aliviar la locura que me consumía en aquellos momentos. Nadie
despegaba la mirada en mí y todos seguían murmurando, mientras que la vieja
cateta -que alguna vez fue real en mi
infancia- repetía a gritos.
-¡Fueron
las madres del ciclo!
Una
vez entré al baño, me dirigí hasta el lavamanos y en la parte superior se
encontraba un espejo roto; débilmente amurado. Me lavé la cara y lentamente las
gotas de agua corrían por ella. Dejé esto atrás y decidí mirarme al espejo.
Cuando lo hice lancé un grito y caí sentado de culo, al húmedo piso del lugar.
Me afirmé al lavamanos y me paré como pude, volví a mirarme el rostro y lo que
mis ojos afirmaron fue el castigo más grande, que cambió mi vida para siempre.
Era mi padre-sí- yo era mi padre. No
comprendía que anomalía del tiempo había corrompido mi existencia. Aquel día en
la cueva, fui condenado por las hembras horribles que me devoraron y desde
entonces llevo siendo el hombre que más he odiado en toda mi vida, siendo mi
némesis y maldito violador, golpeador y atosigador.
La
vieja cateta será siempre una realidad, ella me sigue por los eones del existir.
Es mi culpa, simbolizada en realidad. Llevo en mí a mi mayor deshonra y
pesadilla-mi padre- y todo mi entorno
cambió por completo desde el día que maté a la cría de las criaturas de la
cueva. Sufro una extraña enfermedad que provoca frio constante en mi cuerpo, y
mis huesos se encuentran aún más atormentados.
El
viejo revolver alguna vez pudo ser la solución a todos mis problemas, pero
parece ser que mis castigadoras se las apañaron para condenarme con la
inmortalidad.
Por cada rincón que vague en el mundo, -siempre- me seguirá la vieja cateta,
recordándome que fueron ellas, -sí,
fueron ellas-. Y hasta a veces intento que se me olvide, pero la maldita vieja está ahí
recordándome, diciéndome…
-¡Fueron las madres
del ciclo!
Las madres del ciclo por Damian Fryderup se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-SinDerivadas 3.0 Unported.
Basada en una obra en almascondenadas-df.blogspot.com.ar.
Permisos que vayan más allá de lo cubierto por esta licencia pueden encontrarse en http://almascondenadas-df.blogspot.com.ar/.
EXCELENTE
ResponderBorrarGracias, te recomiendo que leas "Alaridos de la tumba" y "Las pieles de los cerdos" también son relatos extensos y los encontrarás en esta misma sección, sólo debes ir a la parte inferior de la página y visitar las páginas antiguas... saludos!!
ResponderBorrarInteresante
ResponderBorrarGracias y espero verte seguido por Almas condenadas...
BorrarAl principío me pareció incípida la redacción, luego me impresioné y horrorizé bastante hasta cierto punto pero al final terminó desagradandome la idea del padre, aunque no me lo esperaba, una desagradable sorpresa
ResponderBorrarEn cierto modo, por lo que entendí ni te gustó y tampoco te defraudó. Una puntuación media diría yo... bueno no hay problema cada quién con sus gustos. Pero recuerda que mis escritos no son para todos, sólo para los que son capaces de ver la belleza en la atrocidad. Saludos y espero tenerte seguido comentando por Almas condenadas, un saludo enorme yo tu humilde servidor Damian Fryderup.
Borrar