martes, 23 de octubre de 2012

Las madres del ciclo

    
    Las drogas que habíamos conseguido en la ciudad antes de partir hasta la montaña ya no surgían efecto en mí. Cuando las compré, lo hice con el motivo de aliviar mis dolores de hueso y así poder dormir en el refugio de la cima de la montaña. Mi esposa Rhiana siempre insistía en que fuésemos al olvidado y anticuario sitio donde me había criado.
   Desde pequeño tuve que sufrir el azote de los cielos. Las ventiscas de nieve destruían poco a poco mis débiles huesos; cuando trabajábamos con mi malnacido padre. Pero por  todo en el universo  cambiaría aquellos días, por el maldito 11 de julio que me condenó.

    A temprana edad conocimos el trabajo pesado con mi hermano mayor, y nuestro padre no era  tolerante con nosotros-hablando más claro-era un hijo de puta golpeador que me violaba cuando llegaba borracho. Teníamos que partir troncos más grandes que nuestros pueriles cuerpos y soportar grados bajo cero en las afueras de nuestro hogar. Nadie en el pueblo comprendía el porqué de vivir en la cima de una gélida montaña,-sólo mi padre- sabía la razón de eso.
   Las malas lenguas decían que vivíamos allí porque mi padre era un recluso. Mi madre sabía toda la verdad y nunca había querido decirnos ni una pizca de ella, pero no lo necesitábamos dado que nuestro padre nos hacía saber qué tipo de persona era cada vez que nos fornicaba.
    Por mi noble curiosidad,- de pequeño-, me gustaba investigar demasiado y una vez después de un largo día de labor cotidiano, decidí alejarme del hogar que me daba tantos traumas y a la vez algo de calidez. Tras caminar vagamente por los montes aledaños, encontré una enorme cueva. Por razones propias de un chiquillo ingresé en ella y allí encontré algo que jamás olvidaré en toda mi vida. Había piedras preciosas y enormes que destellaban luz de todo tipo de colores. La nieve las cubría y parecían estar protegidas por capas enormes de hielo. Siguiendo mis instintos de niño explorador, estreché mi mano para tocar el manto de hielo que cubría una piedra color amarillo y por motivos que desconozco me desmayé. Desde aquel día jamás volví a la cueva y mi padre me dio tantos golpes que no caminé por una semana.
   Por eso nunca tuve hermosos recuerdos de mi hogar, que en la actualidad se había convertido en un refugio usado por miles de aventureros, que practicaban como deporte el alpinismo. Aquel 11 de julio-lo sigo maldiciendo- mi mujer insistió tanto, que tuve que obedecer y mi débil corazón presentía lo que nos iba a ocurrir. Ningún presagio que transitase por mi mente me decía que nos esperaba un fin de semana esplendido, -todo lo contrario-. Desde pequeño sufría constantes pesadillas por los traumas ocasionados por la persona que siempre odié; mi padre.
    Pero con algo de alcohol y sedantes se habían esfumado. Cuando hicimos el viaje a la montaña todo había vuelto a mi cabeza, nuevamente los horrores danzaban en mi mente.
    Vivíamos con mi esposa Rhiana en la ciudad, por causas del destino ella decidió que viajásemos a la casa en la que me crié.
   Aquel gélido 11 de julio llegamos al pueblo en el que había nacido. Cuando paramos en la estación de autoservicio, encontré a varios conocidos de mi infancia. Intercambiamos muchas palabras y llegamos a la conclusión de decir adiós mutuamente con los amables vecinos de la zona. Pese a que yo y mi familia éramos unos ermitaños, a veces bajábamos al pueblo por algunos suministros.
   Después de alimentarnos con mi cónyuge y de comprar algunas provisiones, emprendimos viaje hasta la cima de la montaña. Mi esposa se mostraba positiva en toda situación, pero yo alquilé un cuarto de hotel a escondidas por si la cima se tornaba indómita. Mi amada pensaba que el viaje era una diversión alocada-nunca había sentido el verdadero frío invernal-. Yo era consiente de todos los peligros que nos supondría el viaje y por eso llevé mi revolver, drogas y algo de alcohol.
   Alquilamos unas motos de nieve para el ascenso de la montaña, y dejamos nuestras cosas en el vehículo que aparcamos en un estacionamiento privado. Aquel pueblo tenía como atracción para los alpinistas llegar hasta el refugio de la cima, que en tiempos pasados fue mi hogar. Y allí emprender viaje por un sendero extraño que conducía a quién sabe dónde. Mi curiosidad de pequeño me dio como regalo,  conocer la cueva de las piedras preciosas y los golpes de mi padre, pero jamás había oído de aquel sendero-seguramente algo nuevo para atraer idiotas-.

   Las motos de nieve hacían lo que podían contra la densa nieve que azolaba la zona. Mientras más ascendíamos, más se sobre exigían los motores de las máquinas y parecía ser que las ventiscas se enfurecían cada vez más. Poco a poco el aire congelado atravesaba nuestras ropas y ya nada podía cambiar el dolor que sentían mis huesos al recordar tiempos de infancia perdida. Mi mujer seguía optimista y en momentos se quitaba el pasamontañas para decir alguno que otro chiste del momento. Mi rostro al mirarla le decía todo, -y ella se callaba-, y seguía conduciendo su moto de nieve.
    Tras varias horas de recorrido por el camino que nos conduciría hasta la cima de la montaña, por fin habíamos llegado. Y esta vez sentí un escalofrió potente, al ver en el horizonte brumoso el techo del refugio que en un pasado fue mi hogar. La emoción me pudo más que la nieve y el frio. Detuve la moto para contemplar lo que jamás pensé que volvería a ver.
   -¿Estás bien amor?-me preguntó Rhiana.
   La miré un segundo y voltee nuevamente para ver mi antiguo hogar. Algunas lágrimas quisieron salir de mi zona ocular, pero hacía tanto frío que estás se volvían escarcha en segundos. Tantos malos recuerdos, tanto sufrimiento-mi padre, el maldito que me condenó
   -Amor…
   -¡Espera!-exclamé en tono furioso.
   -¡Está bien me adelantaré!-Rhiana se enfureció más aún.
  Cuando escuché su voz en un tono elevado me di cuenta que se había ofuscado. Y ya para esto se había alejado lo suficiente como para perderse. Puse en marcha  la moto de nieve y parecía ser, que no le quedaba combustible. El destino estaba jugando en mi contra. Para mi desgracia la nafta estaba en los depósitos de suministros de la moto de Rhiana y ella se había escapado como una chiquilla remilgada. Tuve que hacer lo que estaba a mi alcance y comencé a caminar en dirección al refugio. No estaba tan lejos, pero para ir a pie era toda una eternidad.
   En tan sólo minutos llegué hasta el refugio que era asediado por ventiscas de mayor nivel. La moto de Rhiana estaba junto a la construcción salvadora y corrí urgentemente hasta la puerta. Una luz estaba encendida, parecía ser Rhiana-pero por si acaso toque dos veces la puerta-. Nadie contestó, parecía ser que mi testaruda esposa se había marchado de aquel lugar en busca de más aventuras o que simplemente no quería abrirme por su posible furia. Pero Rhiana no jugaría con esas cosas y desde allí empecé a preocuparme.
   Estiré mi mano hasta la perilla de la puerta y ésta se encontraba sin llave. No hubo ningún impedimento al ingresar al refugio. Aquel lugar estaba cambiado en todas las palabras, no era para nada mi hogar de infancia y por razones que desconozco me daba asco. Sólo una tenue luz de un farol de querosén  desnudaba aquella construcción. Me hice escuchar varias veces, pero no había rastro de nadie en aquel lugar. Rhiana se había perdido y lo más fácil de aquella situación fue culparme a mí mismo. Pero tras varias deliberaciones entré en sí y me di cuenta que no solucionaría nada, si no encontraba un método.
   Husmeé toda la casa y lo único que encontré fue una hoja húmeda y avejentada que tenía unos garabatos horrendos. Al parecer un niño endemoniado los había dibujado. Pero peor aún, eran las letras arcanas que impregnaban de ocultismo aquella hoja. Un idioma ilegible para mi mente era usado en aquel fragmento de algún libro esotérico. Lo único que se podía leer era: -“Bermoonlaten” y “Uhbbe”- en el pie de página. Cuando era pequeño había oído muchas historias de la cima de la montaña, historias que viajaban mucho más allá de la mente humana trivial. Mi padre no era del tipo de hombre que se asustaba fácilmente. Y un día llegó tan asustado a nuestro hogar que mi madre lo tuvo que calmar por días. Fuese lo que fuese que mi padre haya visto en la verdadera cima de la montaña lo había marcado de por vida, tanto que desde ese día comenzó a apalearnos y propasarse con nosotros. Cuando bajábamos al pueblo con mi hermano, una anciana de la zona nos decía siempre lo mismo-¿Ya las encontraron?- mi hermano y yo nos quedábamos pasmados con esta pregunta. Y el viejo Tomas, nos decía que no le hiciésemos caso, sólo se percataba de que le comprásemos lo que mamá nos ordenaba en sus listas de víveres. Aquella vieja cateta era uno de mis tantos recuerdos perturbadores de infancia-más que mi padre-.  Aquella hoja que había encontrado en el refugio era similar a esos recuerdos. Esta cosa contenía dibujos desordenados de mujeres, que parecían pertenecer a una tribu. Pero dejando las especulaciones apretujé la hoja, la hice una pelota desprolija y la arrojé por la ventada del refugio hacia las afueras-seguramente la nieve se encargaría del resto-.
   Miles de recuerdos y pensamientos circulaban por mi mente. Y entonces decidí salir a las afueras en busca de mi amada y furiosa concubina. Cuando abrí la puerta, nuevamente sentí como los copos enormes de nieve impactaban contra mi cuerpo, pese a tener ropajes térmicos y un pasamontañas que cubría mi rostro. Actué con desesperación, pero trabajé todo con razonamiento. Llevé algunas provisiones en mi mochila y lo más importante, -fuego- un encendedor de colección-por si me quedaba varado en una cueva-. Por suerte conocía el lugar y sabía de algunos refugios provisorios. Las razones de la búsqueda de mi esposa en la cima eran desconocidas, pero mi mente parecía saberlo-yo- sólo me dejaba llevar, era como si demonios helados danzasen en el cielo y junto a un ritmo macabro guiasen a mi mente hasta alguna aberración cósmica.

   Caminé y caminé varias horas hasta la cima de la montaña más allá de mi antiguo hogar, más allá del refugio actual. Mi cuerpo estaba al borde del colapso, cuando por obras milagrosas escuché gritos femeninos en las lejanías. La nieve era muy espesa y la bruma de las ventiscas cubría todo, tan sólo podía ver un radio de dos metros frente a mí. En aquellos momentos estaba más que seguro que debía guiarme por mi sentido auditivo, dado que la visión estaba totalmente imposibilitada.
   Tras luchar y luchar encontré a mi conyugue desmayada junto a una enorme roca cubierta de nieve. Al lado derecho de la roca había una diminuta entrada que serviría como refugio hasta que mi dama se despertase. No vacilé ni un segundo y arrastré a mi esposa hasta la pequeña cueva. Allí me resguardé y para nuestra suerte, la nieve no ingresaba por ningún sitio, era el lugar perfecto para hacer una fogata y calentar alguna que otra comida rápida, que nos diese calorías al instante. Mi concubina yacía inconsciente y en algunas ocasiones escupía saliva tan blanca como la nieve de las afueras. Saqué algunas mantas de mi mochila y la tapé con ellas, sólo dejando una para mí.
   Al pasar el tiempo, mis huesos comenzaban a protestar y cada tanto, tenía que tomar mis drogas que alivianaban el dolor constante. Intenté saber qué hora era, pero mi reloj se había parado a las 02:00 horas AM algo severamente extraño, dado que a esa hora recién me topaba con la hoja de papel extraña en el refugio. Pero en aquellos momentos letales, no le di importancia a la hora. Mi mente sólo pensaba en sobrevivir para poder llevarme a mi esposa cuando recobrase el conocimiento.

   Sin darme cuenta me dormí por un leve espacio del tiempo y cuando desperté mi mujer estaba adolorida y consiente, pero la imagen de aquel día, -un 11 de julio- me conmocionó de tal manera que no podía parar de llorar. Ella estaba sentada apoyando su espalda contra una roca de la cueva, lanzaba saliva espumosa de su boca y lo más horrible era su estómago. Parecía ser que se había inflado, cualquier persona que la hubiese visto pensaría que estaba embarazada. Intenté acercarme pero mientras más lo hacía, más se quejaba. Ella quería decirme algo pero no podía hablar, su único lenguaje en aquellos momentos era la agonía eterna que la dominaba por completo. Sin saber qué hacer me detuve a mirarla y susurrarle constantemente con palabras aliviadoras. Pero cuando todo parecía ir más que peor, -su estómago-, comenzó a inflamarse más aún. Y la sangre empezó a fluir desde su vagina, todo indicaba una terrible hemorragia. Lo que acontecía en aquellos momentos no era algo común, poco a poco desde su genital corrompido emergía una criatura horrenda y fetal.
    Lentamente la sangre chorreaba por la vagina de mi amada y líquidos cargados de podredumbre hacían notar su presencia en aquel espectáculo maligno. Por otro lado, yo no paraba de llorar por lo que mis ojos presenciaban.
   El sufrimiento de mi esposa concluyó cuando el engendro salió de su vientre. Aquella criatura reptante era de lo más horrible, peor era la imagen de mi querida Rhiana con su vagina desgarrada y repleta de sangre viscosa junto con fluidos repugnantes. El olor no se aguantaba en aquella cueva y fue tan severo para mí que vomité unas dos veces. La criatura por otro lado, lloraba como un cerdo siendo llevado al matadero y no se movía por nada en el mundo. Permanecía en estado fetal y allí fue cuando la vi detenidamente. Era de color negro con forma de larva, pequeños brazos con garras surgían desde su estómago. Su rostro era blanco y similar al de un anciano horrendo. Tenía rasgos simiescos y parecía ser que padecía alguna anómala enfermedad que deformaba sus huesos. Sus ojos estaban pegados por una viscosidad negra y desde su boca salía una lengua viperina que intentaba succionar los líquidos de la vagina de mi difunta esposa. Pensando irracionalmente me arrimé hasta una roca pequeña, pero lo suficientemente apta para acabar con la vida de aquella anomalía del cosmos. Era una cría de algún engendro, pero no era humana y por eso merecía la muerte, además había matado a mi amada Rhiana. Tomé la roca con todas mis fuerzas y me preparé para atinar a la cabeza de aquel bichejo. Pero cuando estaba a un cuerpo de distancia del engendro se escuchó un sonido gutural que provenía de la entrada de la cueva. Mi cuerpo sintió un leve escalofrío pero eso no consiguió impedir mi objetivo. Dejé caer la roca sobre la cabeza del retoño, y cuando ésta impactó la reventó por completo. Algunos pedazos de sesos saltaron a mis botas y el olor que salía de aquella criatura era peor aún que el de antes. Sus llantos fueron silenciados y sólo quedó una masa viscosa tendida en el suelo chorreado de sangre. No sentí nada cuando maté aquel bebe diabólico, pero si me di cuenta que fuerzas oscuras convivían con nosotros.

   Los sonidos de la entrada de la cueva no eran ocasionados por las ventiscas, eran causa de unas bestias tan horribles como él bebe que había matado. El débil fuego provisorio que había ocasionado iluminaba la cueva con una tenue luz, pero lo suficientemente fuerte como para ver a los cinco adefesios que me rodeaban. El miedo era lo mejor que le ocurría a mi vida en aquellos momentos. Y la cordura ya no era algo que me perteneciese. Estos engendros hablaban entre ellos en idiomas sonoros, emitiendo sonidos extraños y horrendos. Tenía la corazonada de que aquel sería mi final,-sabía que aquel bebe era de ellos- y por eso me iban a hacer pagar. Mientras deliberaban en sus idiomas que harían conmigo pude ver a los demonios con claridad. En realidad eran mujeres, similares a las nuestras con sus senos al aire libre, sólo que estos les llegaban hasta el ombligo. Tenían algunos pelos en su cuero cabelludo; como si hubiesen padecido cáncer. Vestían harapos hediondos y todas llevaban unos collares extraños con piedras sumamente ostentosas y similares a las de la cueva que yo había encontrado desde pequeño. Su cutis era blanco como la nieve de las afueras y sus ojos y bocas eran tan negros que llegaban a brillar con la luz del débil fuego de la cueva. Sus rostros eran de lo peor, y por desgracia lo que más se veía en aquel lugar. Tenían caras simiescas como la del bebe, con rostros extremadamente ancianos. Parecía ser que sus rasgos se orientaban más al de los hombres, que al de las mujeres, pero por razones obvias eran hembras. Toda mi vida había sentido asco en situaciones repulsivas, pero aquel día el 11 de julio fue el gobernante de todos.
   No era una persona temeraria y me entregué a su merced. Las horribles hembras esotéricas dejaron su conversación y clavaron sus ojos sobre mí. Sólo me preparé para una posible muerte y dejé caer mi vista al suelo de la cueva. En un último acto miré el cadáver de mi mujer y el cuerpo del bebe demoniaco que había matado.
   Aquellas horrendas bestias, se arrojaron sobre mí y comenzaron a devorarme despiadadamente. Cada mordida por obra de sus poderosas mandíbulas, provocaba un dolor inmenso en mí. Sólo quería que todo terminase para poder reencontrarme con mi amada. Uno de los engendros empujó a los demás y se postró frente a mi rostro a un palmo del mismo. Me miró detenidamente, me habló en su idioma sonoro y comenzó a vomitarme sin control alguno. Poco a poco fui perdiendo la noción, hasta que me desmayé.

    Quién sabe cuánto había transcurrido, pero pude despertar. El frío aún me azotaba y me hallaba en la cueva. Pero no había rastro de mi mujer, del bebe demoniaco ni de las criaturas horrendas. Me toqué todo el cuerpo para comprobar que no faltase nada de él. Estaba tan confundido en aquel momento, que no sabía qué mierda hacer. El dolor provocado por mis huesos no me dejaba pensar mucho y decidí tomar las últimas drogas que me quedaban. Pero estos medicamentos no surgían efecto en mí.
   El fuego se estaba ahogando lentamente y mi mente estaba a punto de cerrarse. Muchas cosas surgían de mis pensamientos, aún no comprendía qué había sucedido allí. Recordaba todo, pero nada había sucedido, era un castigo enorme  y pronto la oscuridad acabó con mi noción. Lo único que recuerdo de la cueva, es que miré mi reloj por última vez y este marcaba las 02:00 horas AM.

   Tres rostros me asediaban cuando desperté en el cálido autoservicio del pueblo. Dos mujeres con indumentarias de alpinistas junto a un hombre regordete que atendía el lugar con una macabra similitud al viejo Tomas.
   -Está recobrando el conocimiento…-dijo una de las chicas.
   La mire débilmente y pronto trajeron paños calientes para mí. El hombre regordete habló.
   -Agradécele a estas chicas. Te han salvado.
   Conmocionado y con voz trémula le contesté.
   -Gracias…
  -No hay porque señor-me dijo la otra chica, que era más voluminosa.
  -¿Dónde está mi mujer?-le pregunté cuajado a todos los presentes.
   Aquel autoservicio estaba repleto de personas comiendo o tomándose algún café. Las cuales me miraban detenidamente con miradas acusadoras.
  -¿Mujer?-preguntó el gordo de la tienda.
  -Sí.
  -Usted llegó solo al pueblo…
  -¿Qué?-exclamé desconcertado.
  -¿Está bromeando verdad?
  -No.
  La demás gente presente murmuraba tras mis oídos, comentando que estaba loco, seguramente por haber quedado a la deriva en la cima de la montaña.
  -¡Fueron las madres del ciclo!-gritó la anciana que nos aterroriza a mí y a mi hermano cuando éramos pequeños.
   Un ingrediente más de lo extraño, dado que si fuese una realidad coherente aquella mujer tendría que haber estado muerta
   -Ya cállate…-le dijo el regordete que atendía el autoservicio.
   -¿Podría usar su teléfono?- le pregunté al gordo.
   -Claro. Pero recuerde que está muy débil, tenga cuidado.
  -No se preocupe…
   Me levanté del sofá en el que estaba recostado. Las dos chicas me ayudaron y el hombre a cargo de la tienda me alcanzó el teléfono inalámbrico. Lo tomé y me alejé un poco de la muchedumbre, marqué el número de la madre de mi esposa y esperé  a su voz.
   -Hola- le dije.
   -Aló-me contestó tras el teléfono, con su anticuario saludo.
  -¿Elena?-le pregunté por si acaso.
  -.
  -Soy Batista.
  -¿Quién?-preguntó asombrada.
  -El esposo de tu hija
  -¿Qué?
  -La persona que se casó con tu hija-le hablé con sarcasmo.
  -Señor, le pido que corte esta conversación. Creo que se ha equivocado de persona.
  -¿Por qué?
  -Porque no le conozco
  -Pero… si soy yo.
   -Señor le seré un poco cortante. Una vez tuve una hija, pero murió a los doce meses de vida. Y si desea jugarme una broma pesada. Puede irse a la mierda
   La mujer que alguna vez fue mi suegra había colgado el teléfono. Nada de lo que ocurría parecía ser real, pero realmente era lo que estaba viviendo. -¿Rhiana muerta a los doce meses de vida?-. Todo parecía estar perdido para mí. Pero aún tenía que sacarme una duda con las personas de allí y decidí preguntarle algo  al regordete a cargo del autoservicio.
-Señor…
Llamé su atención. El gordo de la tienda, parecía estar muy interesado por el culo de una de las alpinistas puesto que no quitaba su mirada de allí.
-Dime.
-¿Qué pasó con el refugio de la montaña?-le pregunté.
-¿Refugio?
  Todo parecía marchar con extrema gravedad. Ya nada sería igual en mi vida desde aquel maldito día.
 -Sí. El refugio donde me había alojado.
 -Señor… aquí nunca ha existido un refugio.
  -Pero…
  -Hace muchos años, vivía una familia de ermitaños en la cima de la montaña. Que desaparecieron misteriosamente. Pero aquella pocilga se derrumbó por la nieve.
   Después de oír eso me tomé la cabeza y caminé acompasadamente hasta los baños, para lavar mi rostro y aliviar la locura que me consumía en aquellos momentos. Nadie despegaba la mirada en mí y todos seguían murmurando, mientras que la vieja cateta -que alguna vez fue real en mi infancia- repetía a gritos.
    -¡Fueron las madres del ciclo!
   Una vez entré al baño, me dirigí hasta el lavamanos y en la parte superior se encontraba un espejo roto; débilmente amurado. Me lavé la cara y lentamente las gotas de agua corrían por ella. Dejé esto atrás y decidí mirarme al espejo. Cuando lo hice lancé un grito y caí sentado de culo, al húmedo piso del lugar. Me afirmé al lavamanos y me paré como pude, volví a mirarme el rostro y lo que mis ojos afirmaron fue el castigo más grande, que cambió mi vida para siempre. Era mi padre-- yo era mi padre. No comprendía que anomalía del tiempo había corrompido mi existencia. Aquel día en la cueva, fui condenado por las hembras horribles que me devoraron y desde entonces llevo siendo el hombre que más he odiado en toda mi vida, siendo mi némesis y maldito violador, golpeador y atosigador.

   La vieja cateta será siempre una realidad, ella me sigue por los eones del existir. Es mi culpa, simbolizada en realidad. Llevo en mí a mi mayor deshonra y pesadilla-mi padre- y todo mi entorno cambió por completo desde el día que maté a la cría de las criaturas de la cueva. Sufro una extraña enfermedad que provoca frio constante en mi cuerpo, y mis huesos se encuentran aún más atormentados.
    El viejo revolver alguna vez pudo ser la solución a todos mis problemas, pero parece ser que mis castigadoras se las apañaron para condenarme con la inmortalidad.
    Por cada rincón que vague en el mundo, -siempre- me seguirá la vieja cateta, recordándome que fueron ellas, -sí, fueron ellas-. Y hasta a veces intento que se  me olvide, pero la maldita vieja está ahí recordándome, diciéndome…
-¡Fueron las madres del ciclo!
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6 comentarios:

  1. Gracias, te recomiendo que leas "Alaridos de la tumba" y "Las pieles de los cerdos" también son relatos extensos y los encontrarás en esta misma sección, sólo debes ir a la parte inferior de la página y visitar las páginas antiguas... saludos!!

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  2. Al principío me pareció incípida la redacción, luego me impresioné y horrorizé bastante hasta cierto punto pero al final terminó desagradandome la idea del padre, aunque no me lo esperaba, una desagradable sorpresa

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    1. En cierto modo, por lo que entendí ni te gustó y tampoco te defraudó. Una puntuación media diría yo... bueno no hay problema cada quién con sus gustos. Pero recuerda que mis escritos no son para todos, sólo para los que son capaces de ver la belleza en la atrocidad. Saludos y espero tenerte seguido comentando por Almas condenadas, un saludo enorme yo tu humilde servidor Damian Fryderup.

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