Los ideales que circulaban por mi mente siempre
fueron férreos a cometer atrocidades en la vida. Desde que volví de la guerra,
a casa de mis padres, comencé con mi incursión en el sadismo y con mi campaña
por masacrar a cualquier ser vivo.
Mis ancianos padres fueron mis primeras
víctimas. Vivíamos en unos extensos campos agazapados por un paisaje
cordillerano, donde abundaba la vegetación y donde se plantaba cualquier cosa,
y ésta emergía.
Todos
los días me tocaba alimentar a los
cerdos que estaban en los corrales, mientras que papá hacía los trabajos más
delicados del campo. Al haber trabajado tanto con los malditos cochinos, pude
estudiarlos con detenimiento y me di cuenta, que estas bestias eran capaces de
comer cualquier cosa, algo de lo que me había percatado; ya que podía ser su
plato principal.
Un imponente día en el que el sol
demostraba a todos los dioses que él era el que mandaba en los cielos, decidí
tomar mi primera experiencia para crecer como asesino.
Mientras mamá cocinaba una deleitante sopa
de las que ella preparaba, me encontraba con papá ordeñando una vaca. Y fue en
ese momento de mi vida, que una ráfaga de maldad terminó de cubrir
completamente mi mente. Mi viejo y débil padre era la presa indicada para
inundarme en experiencia. Me hice el adolorido y le dije que me retiraba,-el pobre e ingenuo viejo me creyó-.
Mi anciano padre seguía ordeñando la vaca, y
yo, por otro lado me había hecho con un hacha; el arma perfecta para comenzar a
trabajar.
En esos momentos me quedé unos segundos
apreciando sus cabellos rebalsados en blancura, su cuello tan arrugado como una
pasa de uva y su frágil cráneo que con un golpe de hacha se partiría por
completo.
Tomando con todas las fuerzas posibles con
mis dos manos, aquella pesada hacha, la llevé hasta mi espalda para tomar más
distancia. Y luego di el golpe -tan
preciso-, como el impacto de una bala.
Cuando mi filosa y oxidada hacha atinó en
la cabeza de mi anciano padre, ésta se partió por la mitad demostrando la
dureza del golpe. Parecía que tenía dos cabezas en vez de una, dado que la
partidura fue verticalmente. Por otro lado, la sangre eyectaba a destajos desde
el centro de su división craneal. Pero eso no fue lo que más me impresionó, lo
que más robó parte de mí fueron los sesos de mi viejo padre. Se veían tan
apetitosos, tan jugosos, tan viscosos y cortados a la perfección. Que decidí
hacer lo que creía correcto, poniéndome en la carne de un caníbal comencé a
devorar los sesos partidos pertenecientes a las dos hojas craneales que había
causado; en la cabeza de mi padre.
Una vez que terminé de alimentarme con mi
progenitor decidí ir en busca de una mujer.
Sin importar que estuviera cubierto de
sangre, entré de improviso a la casa, donde encontré sin buscar demasiado a mi
obesa madre, que parecía tener seis senos por los rollos grasosos de su panza.
Al verme manchado con sangre, mi madre
preguntó algo que era más que predicho.
-¿Qué es lo que ocurrió?
Sólo la miré detenidamente y le dije:
-Nada… mamá… nada.
Y ella me miró con mucho asco dándose
cuenta de lo que había ocurrido. Pero para no ver sufrir a mi querida madre usé
un titánico cuchillo que estaba al alcance de mis manos y arrojándome
desenfrenadamente hacia ella empecé a apuñalarla, sin compasión. Era tan
hermosa aquella sensación que mi cuchillo parecía ser enterrado contra una
especie de bola grasosa a la cual nunca me cansaba de punzar. La gorda inmunda
de mi madre, había quedado con su carne rasgada demostrando a cualquier ser que
mi trabajo había sido efectivo.
Después de mis primerizas víctimas me
retiré de mi hogar, antes, prendiéndolo fuego y dejando que las llamas se
encargasen del resto.
En toda mi larga vida, jamás pudieron
atraparme los ingenuos policías. Todo se debía a que mis víctimas pasaban por
mi tenedor, boca y estómago para luego convertirlas en excrementos.
Por mi profesión, era una persona nómade,
iba de aquí para allá como los mismos nativos en tiempos anteaños.
Pero
mi vida cambió cuando llegué a mi último refugio. Era un edificio
abandonado y deteriorado por un sinfín de razones. El lugar perfecto para
esconderme y planear mis nuevos trabajos.
Lo más extraño de este enorme, grotesco y
burdo edificio eran unos signos esotéricos que estaban en algunas habitaciones
del lugar.
Después de terminar con mi trabajo de
explorador, tomé uno de los tantos cuartos y dejé mis pocas pertenencias; tan
sólo unas ropas y unos cuantos cigarrillos de marihuana. Mi mejor compañera ya
que esta hierva apaciguaba mi estrés. Mi trabajo era irritante,-escuchar constantemente gritos de
imploración, mancharme con sangre de otros-. En fin, un trabajo difícil
pero digno, o al menos mi mente me decía que era digno.
En un lapso considerable de tiempo después
de que acomodara mis pertenencias, escuché un ruido en el cuarto. Un sonido
como si alguien rasgara las paredes de aquella habitación.
Al sentir estos sonidos me dirigí
inmediatamente hacia la habitación adyacente, con la esperanza de encontrar una
nueva presa.
Pero mi desilusión fue considerable, porque
cuando entré al otro cuarto no encontré nada más que un signo extraño en la
pared. Este signo a pesar de ser extraño, no me impresionaba puesto que muchos
más eran los que hacían notar su presencia en los otros cuartos o pasillos del edificio.
Sin tener noción del tiempo pero dándome
cuenta que ya era de noche, enfilé hacia mi habitación. Pero en ese instante,
sentí el mismo ruido y esta vez pude ver quién era su dueño.
Era una persona, lo suficiente truculenta
como para lograr causar un cierto grado de inquietud en mí. Esta persona,
vestía con una túnica negra (algo muy
inadecuado para el siglo XXI). Una capucha ladeada hacia sus ojos, trataba
de ocultar su rostro. Y su cuerpo era el de un aciano lo bastante débil como
para pasar por manos de la parca.
Algo que hace mucho tiempo no hacía, en
aquellos momentos lo hice. Le formulé una pregunta a aquella persona.
-¿Quién eres?-pregunté cuajado.
No tenía planes de contestar.
-¿Qué
haces aquí?-le insistí.
Seguía reacio a ser sociable.
Y cuando estaba a punto de lanzar desde las
profundidades vocales otra pregunta, una luz destellante segó por completo mis
oscuros ojos.
Prácticamente había perdido mi vista, como
si ésta estuviese apestada. En esos momentos de ceguedad infinita, podía sentir
un dolor sabroso y a la vez feroz, sentía que apuñalaban mi cuerpo y que me
daban golpes con látigos adecuados al castigo.
Era tanto el dolor que no lo soporté y me
desmallé. Luego, sin tener conocimiento de dónde estaba o qué hora era y qué
era lo que había ocurrido. Intenté pararme, pero era como si algo me faltase.
Con mucha paciencia mi vista iba reconociendo los colores del entorno. Un
entorno oscuro, deteriorado como si estuviera en un edificio abismal.
Y cuando pude recobrar por completo mi
visión, logré darme cuenta que tenía una barra de metal incrustada en mi pecho la
cual lo traspasaba y llegaba hasta la pared.
A pesar de que en aquellos momentos sentía
un dolor impetuoso por tener mi cuerpo ensartado en el muro, podía darme cuenta
que estaba más fuerte que antes y que no me desmayaría nuevamente.
Sin saber qué hacer ante lo ocurrido,
decidí mirar con más detenimiento el cuarto en donde me encontraba. Y pude
ver mis piernas desprendidas de mi
cuerpo, formando una línea bajo de mí.
Luego, atisbando hacia mi izquierda y
derecha, mis ojos notaron que mis brazos estaban completamente ahuyentados y
rectos, puestos horizontalmente y alejados lo suficiente de mi cuerpo como para
afirmar que estaban amputados. Pensando en la situación sin mucho detenimiento,
mi mente logró informarme que estaba en posición de crucifijo. Al parecer el
que había hecho esto conmigo era una especie de fanático religioso que buscaba la
expiación o eso es lo que creía en aquellos momentos.
Todo estaba en silencio, no había señal
alguna de vida en aquel lugar. Lo único que escuchaba era el latido de mi
corazón y lo único que mi olfato captaba era tufos putrefactos provenientes de
los aires turbios de aquel sitio.
Pero cuando la quietud se había adueñado de
la sala, otro destello, junto con sonidos espeluznantes rompió todo grado de
quietud en aquel sitio.
Desperté exaltado después de todo lo
sucedido y pude darme cuenta que todo había sido un sueño, pero sólo hasta que
escuché los mismos ruidos de un pasado.
Decidí hacer lo mismo que antes, ir en
busca del causante de los sonidos que se escuchaban tras las paredes de la
habitación colindante.
Y cuando llegué al cuarto, mis ojos vieron
algo que jamás hubiesen querido avistar. Eran todas mis víctimas -“todas”-. Niños, ancianos, mujeres y
hombres.
Todos me miraban, con ojos rojos e
inundados en sed de venganza. Hasta mis dos queridos y ancianos padres, se
encontraban allí.
Al sentirme tan intimidado y presionado por
todas mis víctimas que venían con la intención de arrancar mis entrañas, hice
lo más cobarde de toda mi vida. Les imploré en cuclillas, el perdón que tanto
necesitaba en aquellos momentos. Pero era más que sabido que todas estas almas
condenadas, no venían a perdonar a nadie y menos a mí. Sólo venían a tomar lo
que era suyo por derecho, como yo había arrebatado sus valiosas vidas.
Todos cargaron contra mi persona, eran unos
cincuenta aproximadamente, y comenzaron a devorar mi cuerpo lentamente,
presionando con sus dientes para lograr arrebatar la carne. Sólo con el mero
objetivo de lograr un cierto grado de placer y alivio en sus almas, y para
lograr que yo sufriera lo posible e
imposible.
Una vez que desgarraron mi carne con sus
mordiscos infernales, pude darme cuenta que no había muerto.
Y fue desde ese día que supe en qué
consistía mi castigo. Un castigo que iba más allá de la imaginación humana. Un
castigo eterno, en el que despertaba de un sueño en el cuarto del que me había
adueñado, para ser castigado de las peores formas una y otra vez, por toda la
eternidad.
En los momentos en que las ánimas
provenientes del mismo pandemónium, me torturaban, logré darme cuenta de todo
el daño que les había causado y pude comprender que jamás podría devolverles lo
que les había arrebatado. Lo único que podía hacer, era recibir mis eternos
castigos como mandaban las leyes del infierno o aceptar, que quizá el cielo me
había convertido en un santificado.
El santificado por Damian Fryderup se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-SinDerivadas 3.0 Unported.
Basada en una obra en almascondenadas-df.blogspot.com.ar.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario