martes, 29 de mayo de 2012

El santificado


    
    Los ideales que circulaban por mi mente siempre fueron férreos a cometer atrocidades en la vida. Desde que volví de la guerra, a casa de mis padres, comencé con mi incursión en el sadismo y con mi campaña por masacrar a cualquier ser vivo.
    Mis ancianos padres fueron mis primeras víctimas. Vivíamos en unos extensos campos agazapados por un paisaje cordillerano, donde abundaba la vegetación y donde se plantaba cualquier cosa, y ésta emergía.

    Todos los días me tocaba  alimentar a los cerdos que estaban en los corrales, mientras que papá hacía los trabajos más delicados del campo. Al haber trabajado tanto con los malditos cochinos, pude estudiarlos con detenimiento y me di cuenta, que estas bestias eran capaces de comer cualquier cosa, algo de lo que me había percatado; ya que podía ser su plato principal.
    Un imponente día en el que el sol demostraba a todos los dioses que él era el que mandaba en los cielos, decidí tomar mi primera experiencia para crecer como asesino.
    Mientras mamá cocinaba una deleitante sopa de las que ella preparaba, me encontraba con papá ordeñando una vaca. Y fue en ese momento de mi vida, que una ráfaga de maldad terminó de cubrir completamente mi mente. Mi viejo y débil padre era la presa indicada para inundarme en experiencia. Me hice el adolorido y le dije que me retiraba,-el pobre e ingenuo viejo me creyó-.
    Mi anciano padre seguía ordeñando la vaca, y yo, por otro lado me había hecho con un hacha; el arma perfecta para comenzar a trabajar.
    En esos momentos me quedé unos segundos apreciando sus cabellos rebalsados en blancura, su cuello tan arrugado como una pasa de uva y su frágil cráneo que con un golpe de hacha se partiría por completo.
    Tomando con todas las fuerzas posibles con mis dos manos, aquella pesada hacha, la llevé hasta mi espalda para tomar más distancia. Y luego di el golpe -tan preciso-, como el impacto de una bala.
    Cuando mi filosa y oxidada hacha atinó en la cabeza de mi anciano padre, ésta se partió por la mitad demostrando la dureza del golpe. Parecía que tenía dos cabezas en vez de una, dado que la partidura fue verticalmente. Por otro lado, la sangre eyectaba a destajos desde el centro de su división craneal. Pero eso no fue lo que más me impresionó, lo que más robó parte de mí fueron los sesos de mi viejo padre. Se veían tan apetitosos, tan jugosos, tan viscosos y cortados a la perfección. Que decidí hacer lo que creía correcto, poniéndome en la carne de un caníbal comencé a devorar los sesos partidos pertenecientes a las dos hojas craneales que había causado; en la cabeza de mi padre.
    Una vez que terminé de alimentarme con mi progenitor decidí ir en busca de una mujer.
   Sin importar que estuviera cubierto de sangre, entré de improviso a la casa, donde encontré sin buscar demasiado a mi obesa madre, que parecía tener seis senos por los rollos grasosos de su panza.
    Al verme manchado con sangre, mi madre preguntó algo que era más que predicho.
    -¿Qué es lo que ocurrió?
    Sólo la miré detenidamente y le dije:
    -Nada… mamá… nada.
    Y ella me miró con mucho asco dándose cuenta de lo que había ocurrido. Pero para no ver sufrir a mi querida madre usé un titánico cuchillo que estaba al alcance de mis manos y arrojándome desenfrenadamente hacia ella empecé a apuñalarla, sin compasión. Era tan hermosa aquella sensación que mi cuchillo parecía ser enterrado contra una especie de bola grasosa a la cual nunca me cansaba de punzar. La gorda inmunda de mi madre, había quedado con su carne rasgada demostrando a cualquier ser que mi trabajo había sido efectivo.

    Después de mis primerizas víctimas me retiré de mi hogar, antes, prendiéndolo fuego y dejando que las llamas se encargasen del resto.
    En toda mi larga vida, jamás pudieron atraparme los ingenuos policías. Todo se debía a que mis víctimas pasaban por mi tenedor, boca y estómago para luego convertirlas en excrementos.
    Por mi profesión, era una persona nómade, iba de aquí para allá como los mismos nativos en tiempos anteaños.
    Pero  mi vida cambió cuando llegué a mi último refugio. Era un edificio abandonado y deteriorado por un sinfín de razones. El lugar perfecto para esconderme y planear mis nuevos trabajos.
    Lo más extraño de este enorme, grotesco y burdo edificio eran unos signos esotéricos que estaban en algunas habitaciones del lugar.
    Después de terminar con mi trabajo de explorador, tomé uno de los tantos cuartos y dejé mis pocas pertenencias; tan sólo unas ropas y unos cuantos cigarrillos de marihuana. Mi mejor compañera ya que esta hierva apaciguaba mi estrés. Mi trabajo era irritante,-escuchar constantemente gritos de imploración, mancharme con sangre de otros-. En fin, un trabajo difícil pero digno, o al menos mi mente me decía que era digno.
    En un lapso considerable de tiempo después de que acomodara mis pertenencias, escuché un ruido en el cuarto. Un sonido como si alguien rasgara las paredes de aquella habitación.
    Al sentir estos sonidos me dirigí inmediatamente hacia la habitación adyacente, con la esperanza de encontrar una nueva presa.
    Pero mi desilusión fue considerable, porque cuando entré al otro cuarto no encontré nada más que un signo extraño en la pared. Este signo a pesar de ser extraño, no me impresionaba puesto que muchos más eran los que hacían notar su presencia en los otros cuartos o  pasillos del edificio.
    Sin tener noción del tiempo pero dándome cuenta que ya era de noche, enfilé hacia mi habitación. Pero en ese instante, sentí el mismo ruido y esta vez pude ver quién era su dueño.
    Era una persona, lo suficiente truculenta como para lograr causar un cierto grado de inquietud en mí. Esta persona, vestía con una túnica negra (algo muy inadecuado para el siglo XXI). Una capucha ladeada hacia sus ojos, trataba de ocultar su rostro. Y su cuerpo era el de un aciano lo bastante débil como para pasar por  manos de la parca.
    Algo que hace mucho tiempo no hacía, en aquellos momentos lo hice. Le formulé una pregunta a aquella persona.
    -¿Quién eres?-pregunté cuajado.
    No tenía planes de contestar.
    -¿Qué haces aquí?-le insistí.
    Seguía reacio a ser sociable.
    Y cuando estaba a punto de lanzar desde las profundidades vocales otra pregunta, una luz destellante segó por completo mis oscuros ojos.
    Prácticamente había perdido mi vista, como si ésta estuviese apestada. En esos momentos de ceguedad infinita, podía sentir un dolor sabroso y a la vez feroz, sentía que apuñalaban mi cuerpo y que me daban golpes con látigos adecuados al castigo.
    Era tanto el dolor que no lo soporté y me desmallé. Luego, sin tener conocimiento de dónde estaba o qué hora era y qué era lo que había ocurrido. Intenté pararme, pero era como si algo me faltase. Con mucha paciencia mi vista iba reconociendo los colores del entorno. Un entorno oscuro, deteriorado como si estuviera en un edificio abismal.
    Y cuando pude recobrar por completo mi visión, logré darme cuenta que tenía una barra de metal incrustada en mi pecho la cual lo traspasaba y llegaba hasta la pared.
    A pesar de que en aquellos momentos sentía un dolor impetuoso por tener mi cuerpo ensartado en el muro, podía darme cuenta que estaba más fuerte que antes y que no me desmayaría nuevamente.
    Sin saber qué hacer ante lo ocurrido, decidí mirar con más detenimiento el cuarto en donde me encontraba. Y pude ver  mis piernas desprendidas de mi cuerpo,  formando una línea bajo de mí. Luego, atisbando hacia  mi izquierda y derecha, mis ojos notaron que mis brazos estaban completamente ahuyentados y rectos, puestos horizontalmente y alejados lo suficiente de mi cuerpo como para afirmar que estaban amputados. Pensando en la situación sin mucho detenimiento, mi mente logró informarme que estaba en posición de crucifijo. Al parecer el que había hecho esto conmigo era una especie de fanático religioso que buscaba la expiación o eso es lo que creía en aquellos momentos.
    Todo estaba en silencio, no había señal alguna de vida en aquel lugar. Lo único que escuchaba era el latido de mi corazón y lo único que mi olfato captaba era tufos putrefactos provenientes de los aires turbios de aquel sitio.
    Pero cuando la quietud se había adueñado de la sala, otro destello, junto con  sonidos espeluznantes rompió todo grado de quietud en aquel sitio.
    Desperté exaltado después de todo lo sucedido y pude darme cuenta que todo había sido un sueño, pero sólo hasta que escuché los mismos ruidos de un pasado.
    Decidí hacer lo mismo que antes, ir en busca del causante de los sonidos que se escuchaban tras las paredes de la habitación colindante.
    Y cuando llegué al cuarto, mis ojos vieron algo que jamás hubiesen querido avistar. Eran todas mis víctimas -“todas”-. Niños, ancianos, mujeres y hombres.
    Todos me miraban, con ojos rojos e inundados en sed de venganza. Hasta mis dos queridos y ancianos padres, se encontraban allí.
    Al sentirme tan intimidado y presionado por todas mis víctimas que venían con la intención de arrancar mis entrañas, hice lo más cobarde de toda mi vida. Les imploré en cuclillas, el perdón que tanto necesitaba en aquellos momentos. Pero era más que sabido que todas estas almas condenadas, no venían a perdonar a nadie y menos a mí. Sólo venían a tomar lo que era suyo por derecho, como yo había arrebatado sus valiosas vidas.
    Todos cargaron contra mi persona, eran unos cincuenta aproximadamente, y comenzaron a devorar mi cuerpo lentamente, presionando con sus dientes para lograr arrebatar la carne. Sólo con el mero objetivo de lograr un cierto grado de placer y alivio en sus almas, y para lograr que yo sufriera  lo posible e imposible.
    Una vez que desgarraron mi carne con sus mordiscos infernales, pude darme cuenta que no había muerto.
    Y fue desde ese día que supe en qué consistía mi castigo. Un castigo que iba más allá de la imaginación humana. Un castigo eterno, en el que despertaba de un sueño en el cuarto del que me había adueñado, para ser castigado de las peores formas una y otra vez, por toda la eternidad.
    En los momentos en que las ánimas provenientes del mismo pandemónium, me torturaban, logré darme cuenta de todo el daño que les había causado y pude comprender que jamás podría devolverles lo que les había arrebatado. Lo único que podía hacer, era recibir mis eternos castigos como mandaban las leyes del infierno o aceptar, que quizá el cielo me había convertido en un santificado.
Licencia Creative Commons
El santificado por Damian Fryderup se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-SinDerivadas 3.0 Unported.
Basada en una obra en almascondenadas-df.blogspot.com.ar.

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